"Yo ahora no puedo dormir, tengo miedo", dijo la nena de 9 años tras el robo
"El inicio de año como una cachetada de frente", tal es el título que había elegido esta vecina que pidió reserva de identidad para que se publique esta historia de violencia e impunidad.
"Muchos somos los ciudadanos que ponemos en el año nuevo la esperanza de un nuevo devenir, de un nuevo inicio que pareciera resetear las vicisitudes del anterior y nos diera la chance de volver a empezar.
Sin embargo, la vida a veces te da una cachetada de frente, sutil o no, violenta o no, para volver a ver con los ojos bien abiertos, la decadencia de la libertad perdida.
Veníamos de celebrar y estábamos a punto de irnos a dormir cuando de repente los gritos desesperados de una persona nos hicieron salir a la vereda a ver que pasaba. Allí, un chico en bicicleta pidiendo ayuda a gritos, angustiado porque le habían robado de manera violenta, desagradable, insensible, y sobre todo injusta, su teléfono celular. Ese que ni siquiera le pertenecía, ese que tenia la consigna de cuidar. Ese que probablemente no se puede volver a comprar, y ese que como tantas otras personas en esta ciudad han trabajado para poder tener.
Así, a las 5 de la madrugada del primer día del año, hubo que sacar la humanidad y la empatía y ponerla en acción para que la víctima sintiera que al menos alguien estaba ahí para respaldarlo, ayudarlo y acompañarlo.
Esas tres o cuatro personas, las mismas que tienen y tuvieron en vilo al barrio durante todo el 2023, inician el nuevo año de la misma forma que terminaron el anterior: sintiéndose impunes, superpoderosos, ladrones de jerarquía, los valientes, los dueños de las calles frente a una persona indefensa a la que golpearon, bajaron de la bicicleta, presionaron su cuello porque gritaba y hasta cortaron en un brazo con un arma blanca.
Luego, llegó lo que todos conocemos de memoria, la historia que se teje como figurita repetida.
Frenamos a un móvil policial que patrullaba la zona, mientras que llamábamos a la ambulancia, la víctima describió sus atacantes, cantidad y vestimenta. Les dijo hacia donde se fueron y allí salieron.
En el aire el sentimiento era inequívoco, unívoco. Sabíamos que todo estaba hecho, y aunque para los ojos de nosotros los asistentes a la oda de la libertad perdida mucho quedaba por hacer, el final del cuento ya estaba escrito.
Los policías dieron una vuelta por la zona y volvieron al lugar del hecho, con las manos vacías. Un auto poco antes frenó y nos dio datos acerca del lugar donde se habían metido los ladrones. Se los informamos, y llegó el momento más esperando de la noche: las excusas.
El sin denuncia no podemos hacer nada venía bien pegadito al malestar y al enojo con nosotros que le reclamábamos algo bastante siemple, empatia con la victima.
Eran dos patrulleros parados en el lugar, con sus armas, con esa fuerza visual que se carece en capacidad de acción por protocolos y lineamientos que parecieran diseñados para el triunfo constante de la inacción.
¿No se podía seguir mirando en la zona, no se podía seguir patrullando para que a otro no le pase? ¿No podían ir hacia el lugar a ver si de casualidad el destino pegaba un golpecito de suerte y sus caminos se cruzaban y los podían frenar así como a otros ciudadanos de bien en algún momento de la vida nos han frenado por averiguación de antecedentes?
¿Qué falta y qué sobra para que la policía pueda actuar? ¿Qué nos falta como sociedad para poder vivir en paz?
La película ya estaba finalizando, pero la bronca, la impotencia venían en aumento.
¿Será necesario contar el final?
Uff, lo dudo, imagino que más de uno de los lectores ya conoce de memoria el cierre. Pero bueno, ¿mejor hacer que no, cierto?
Aquí vamos...
El hecho terminó como termina la mayor parte de los hechos. Como si nada hubiera ocurrido, eso si pensamos desde la perspectiva de los ladrones, o del estado. Sin embargo, para los presentes y aún más para la víctima ¡cuánta agua había corrido debajo del puente!
Cerramos bien la puerta, las ventanas, las rejas de cada espacio, activamos la alarma, nos miramos las caras y dijimos: "ahora a dormir", con esa suerte de resiliencia infinita que de alguna manera los adultos hemos logrado construir ante la injusticia.
Ahí, otro cachetada, la de la realidad vista por una nena de 9 años que tuvo que presenciar todo y que dijo: "Yo ahora no puedo dormir, tengo miedo".
Así, el inicio de año fue indescriptible, difícil de encontrar un adjetivo al que le quepa tan amplia variedad de emociones.
Una vez más, como en tantas otras oportunidades, los vecinos asistiendo a la decadencia constante de la calidad de vida.
Los policías siempre objetando que tienen las manos atadas (y sé que en parte tienen razón).
¿Y los ladrones? Ellos sí que han iniciado el 2024 empoderados, envalentonados. Ellos sí que han logrado tomar los espacios públicos y avasallar la libertad personal hasta de transitar.
Hoy, 1 de enero, mientras miro a esa nena de 9 años dormir, la pregunta es inevitable: ¿Hasta cuándo?
Me encantaría poder ponerle nombre a mis palabras. Porque me hago cargo de cada una de ellas. Pero el miedo de mi familia hace que hoy mi identidad también tenga que ser invisible, como tantas historias de violencia que las víctimas se acostumbraron a callar".
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