“Una historia de amor en Progreso”, un relato de Pato Esteve
Walter “Pato” Esteve presenta un relato de lo que denomina “fragmentos de una biografía no autorizada en primera persona”. El sampedrino radicado en Pueblo Esther, Santa Fe, narra aquí la historia de un joven universitario que, como tantos, viajaba desde Rosario a San Pedro en transporte público y un día tuvo que hacerlo por primera vez con su novia
Por Pato Esteve
Como decía el entrañable padre Juan Carlos Torres, “en aquel tiempo”, inicios de los noventa, donde todo se convertía y el ego argentino andaba por las nubes, la vida para muchos no corría sobre rieles.
No era mi caso, ya que finalmente dejé de ser como la tierra que gira y gira pero nunca toca el sol y pasé de estar siempre rodeado de mujeres a que una pose sus ojos en este servidor, aunque mejor sea dicho posó sus oídos, ya que me descubrió gracias a la radio. Y como no podía ser de otra manera, y haciendo honor a mi habitual animalidad (lo de “pato” no fue por lo de “a cada paso”, pero bien podría aplicárseme la acepción), el programa se llamaba “El Arca de Noé” y yo me sentí salvado del diluvio.
En la mentada época, para un estudiante de ingresos medios volver de Rosario a San Pedro un fin de semana no era cosa para improvisados. Incluso para quienes podían contar con un auto no era tarea fácil. Si la actual Autopista Rosario-Buenos Aires ofrece peligros imaginaran lo que era transitarla cuando era doble mano: un espanto que por supuesto mi viejo, y con toda razón, no estaba dispuesto a sufrir. Así que solo quedaba una alternativa (salvo hacer dedo, por supuesto): viajar en colectivo de línea. Una papa, por supuesto.
La señorita en cuestión, cuando me conoció in situ, no huyó despavorida (la voz es importante pero viene en una caja sonora) y luego de un tiempo llegó el momento de conocer mi tierra.
El trayecto se hacía en dos etapas, una desde Rosario a San Nicolás, en coche de intermedia de la empresa TIRSA, en condiciones diría aceptables. La segunda etapa, hasta San Pedro, les puedo asegurar que estaba al nivel del Dakar, a bordo de la gran paradoja argentina, un ómnibus de la empresa El Progreso.
El viaje era odisea digna de Ulises, pero sin la épica ni el romanticismo que supo darle Homero a su inolvidable obra. Eso sí, los vaivenes de la embarcación del Héroe eran nada ante la amortiguación de tractor del bólido. El tour al principio fue hasta simpático, porque nos permitió conocer lugares que no sabía que existían y personajes propios del Show de los Muppets, conforme subían, entre los cuales yo me sentía como pez en el agua, o sea desapercibido.
Pero la ensoñación duró lo que un suspiro y al rato la cara de mi amada era un retrato acorde: cansancio, tierra, gestos de incomodidad ante cada bache y ganas contenidas de tirase por la ventanilla, lo cual era imposible, además, porque no se podían abrir. Nada que envidiarle a la princesa del zapallo devenido en carroza, solo que al revés. La magia se venía debilitando y el barco hacía agua, pero como no hay tragedia que dure para siempre, finalmente aquella sufrida máquina infernal que prestaba un inapreciable servicio tomó la recta final a casa, la indómita ruta 9. ¿Fin de la comedia dramática? Craso error. Si piensan así, es que mayormente no me conocen, cosa que por otro lado es cierto. Para graficarlo: las acciones de este enamorado venían en picada, como cayendo de un décimo piso. Mas aún faltaba la planta baja.
Normalmente uno no sale de un repollo y trae una carga genética. En la mía se ve que hubo algún cortocircuito ancestral que tiene que ver con el agua. Gran problema, teniendo en cuenta que el planeta y el cuerpo son en su mayor parte líquido elemento. Lo cierto es que la cara de alivio de mi estoica compañera de emociones tornó en una mueca llena de pavor y maldiciones silenciosas cuando en un movimiento veloz quien suscribe cruzó como un rayo la extensión del colectivo abordando al chofer y le susurró al oído.
El susodicho, con total tranquilidad, sea por lo contundente de mi mensaje, mi cara de desesperación, para evitar una desgracia o quizás porque era algo habitual, se detuvo en la banquina y abrió la puerta y, cual cruzado que ve el Santo Grial, me lancé a lo desconocido. Lo de cruzado viene al caso por las dificultades que tiene uno en estos apuros y parece que la vestimenta tiene una cota pesadísima. Sin embargo, pude cumplir con toda felicidad con la misión (suena bastante parecido a la palabra justa) y debo decir que lo hice solito, con lo cual lo único comprobado que contagia es el bostezo. Por las dudas, también con la mayor presteza no tanto en atención a mis compañeros de viaje y por supuesto mi querida sino para evitar que el chofer se impacientara y me dejara varado.
Juro que al reingresar a la fabulosa nave nadie osó mirarme ni pude percibir risa alguna. Todos salvo la mujer de mis sueños, que no necesitó pronunciar palabra. Hay miradas que lo dicen todo. Todavía nos quedaba un buen rato de travesía y me prometí no provocar nuevas escalas. Eso sí, fue el primero y último paseo en aquella inolvidable empresa tan argentina.
Agradecimientos: al profeta de la carrera espacial argentina sin cuya intervención esto no hubiera sucedido, porque en tren es otra cosa. A toda la buena gente de La Opinión que con su generosidad y a su riesgo han despertado un monstruo literario (y literal). Y, por supuesto, especialmente a la sufrida coprotagonista de esta historia que, fiel a la valentía femenina, lleva 30 años junto a este espécimen.
Comentarios
Para comentar, debés estar registrado
Por favor, iniciá sesión