“Sin Galera” es Sin Galera
- por Lilí Berardi -
Nadie abandona el nido que lo cobija durante 30 años sin el dolor desgarrador del canal de parto.
En medio de esa cegadora la luz estalla en las retinas como advertencia de que mirar ya no será lo mismo que ver, que el frío o el calor se avecinan y que el recorrido en el aire será tan vertiginoso según la dimensión de las alas.
De aquél tibio nido de los 80, con la militancia por la Democracia a flor de piel, Enrique Gaido y Héctor Levín me mostraron que podía posarme en ese primer árbol para observar mejor, para descubrir lo distinto, para escrutar lo escondido.
Cuando se empieza a tomar dimensión de la pequeñez y de la altura, de ese gigantesco aire que abraza sin restricciones, la respiración se tensa, el corazón se expande y el deseo se alborota.
Así nació Sin Galera, “contra las galeras que oprimen las seseras”; y así llegó mi reconocimiento a María Masseroni, compañera en el diario Actualidad y productora de un programa de radio que sólo iba los sábados por Apa, “Siempre primera”.
Atrevida. Esa es la palabra que define a quien sin saber emprender el vuelo se estrella y se lastima hasta que descubre que hay mucho por hacer y construir nuevos nidos. Nidos para otros.
La pareja que acompaña, los hijos que empiezan a comer solos y los amigos que estimulan la pasión por “hacer radio”. Móviles al instante, teléfonos, cables, transmisores, antenas, elecciones, vértigo, adrenalina, velocidad, temor, angustia, felicidad, agitación. La sana competencia contra uno mismo, el amor propio y la pasión por ese universo inimaginable de gente que está del otro lado, esperando que uno hable, diga, repita, denuncie, implore, se comprometa.
En 1992, La Opinión Semanario se transformó en un suceso. La informática comenzaba a dar el zarpazo oportuno para cambiar de raíz la comunicación en el mundo. Y así, sin querer pero deseándolo, fuimos haciendo crecer aquel grupo de periodistas que en algunos casos apenas pisaban los 17 años (ahora le llamarían trabajo infantil).
En 1996 y con un anuario en la mano fui a saludar a Fernando Bravo en Radio del Plata. Ese encuentro cambió mi vida para siempre y hasta creo que ingenuamente él veía en mí algo que nunca pude ver y que debe ser como una especie de talento para trascender. Malos para los negocios y buenos para los medios, emprendimos la aventura de La Radio en nuestro pueblo. Una gran radio, la mejor, la más equipada, la de la programación de 24 horas en vivo, la innovadora, la que iba a albergar miles de mañanas de Sin Galera sin concesiones ni restricciones. Ser dueño de una radio no es lo mismo que ser conductor y periodista. Lamentablemente.
Trámites, licitaciones, concursos, escribanos, contadores, abogados, sueldos, cargas sociales, registros, impuestos, licencia y el dinero que nunca alcanza para pagar la cuenta de ese teléfono que no tiene fronteras a la hora de ponerse al servicio de la gente. Fiestas, aniversarios, cumpleaños, tormentas, humo en las islas, escuelas que necesitan, accidentes, delitos aberrantes, madres que pierden a sus hijos, crisis de 2001 y Radio Voz ¡con decenas de pibes que quieren hacer radio!
Es mucho para que bombee siempre un mismo corazón. Denuncias, cartas documento, agravios, calumnias, exposición pública, escarnio, desprecio, descalificación y, aun así, levantarse cada mañana hasta que se enciende la luz de aire y se respira aire… aire de radio.
Compañeros, amigos, colegas, señoras, señores, niños, adolescentes, bebés… todos con una misma banda de sonido, la 92.3 prendida desde la mañana a la noche. A esa noche que también fue más oscura cuando el país se dividió en obsecuentes y combativos según la orilla a la que se hubiese arribado. Algunos quedamos en el inmenso precipicio de lo que siempre llamo “el masomenismo” sin desprecio. Los que miramos con recelo aquello que se nos quiere revelar como verdad única cuando siempre tiene matices y perspectivas. Desde el fondo y con las alas nuevamente dispuestas a alcanzar las nubes vimos cómo los radiodifusores pasábamos a ser una raza en extinción.
Hasta el último de mis días me seguiré preguntando por qué un hombre nacido, criado y hecho en la radio no puede tener radio. Cada vez que me encontraba con Héctor Levín sentía cierta vergüenza porque en el listado él tenía que estar primero que nosotros.
En 2010, la radio dejaba de tener la programación que soñamos. Recortes horarios, menos horas en vivo, la partida de tantos queridos compañeros hacia nuevos horizontes y esa sensación de estar resistiendo siempre en la trinchera. En un segundo de radio se mueven montañas, se acarician canciones o se grita rebeldía.
En 2013 decidimos que el 30 de noviembre de ese año bajaríamos la palanca y nuestra antena. Nuestro abogado nos decía: “Es la primera vez que alguien renuncia a una licencia”. Pero sabíamos que no alcanzaríamos el rango de “empresarios” y mucho menos abandonando principios.
Nosotros no éramos hábiles para los negocios, algo que siempre le cuesta entender a los contadores e incluso a los anunciantes que, por ser muchos, siempre nos permitieron no obligar a los periodistas a vender publicidad o alquilar espacios para programas que no cumplieran con el perfil de la 92.3. Equivocados tal vez, pero pensándonos a nosotros mismos como condenados a tener paquetes publicitarios para poder hacer un programa de radio. No era ese el sueño que acuñamos.
Milagrosamente apareció Sandra Cortés con su propuesta de hacerse cargo del medio, sus vinculaciones con el cine y con San Pedro resultaban tentadoras y ahora hablo en singular.
Hicimos el traspaso de la sociedad y retenemos la licencia tal como marca la ley, pero algo en mí comenzó a contradecirme. No tenía precio, no había moneda que compense nada y a la vez pensaba “por primera vez voy a tener un sueldo y alguien que me pague por lo que hago desde hace tantos años”. Palmadas en la espalda de felicitaciones por “la operación” y comentarios que naturalizaban algo que me estaba rompiendo el alma. Demasiados consejos y pocos abrazos contenedores, demasiados sabios para tamaña ignorante.
Desde el 1° de diciembre mi vida se transformó en un duelo constante y, por ende, mi propia familia estaba tremendamente preocupada. El dinero en nuestra casa siempre ha sido para comer, vestirse, mandar los chicos a estudiar o tomarse vacaciones (un verdadero lujo en los tiempos que corren, sobre todo en el contraste con miles de sampedrinos que ni siquiera pueden tener un trabajo).
Sé que se torna un tanto confidencial lo que relato y cuento, pero así ha sido siempre mi relación con los oyentes y lectores. No soy distinta a esa mujer que estaba tras el micrófono cuando hablo en primera persona.
Retomo y digo que transité los peores programas de mi vida apostando a sostener, acompañar, crecer y si era posible seguir mostrando que aún es posible hacer radio desde la decencia.
Aquellos recortes que se me recomendaban cuando estaba al frente de la empresa llegaron inexorablemente. Compañeros que se fueron, teléfonos que se sacaron, deterioro en el aire a manos de maleducados, en fin… todo aquello que había que sobrellevar para llegar a buen destino porque se armaría una “gran unidad de negocios y acción” con La Opinión y el resto de los medios digitales. El dinero no puede comprar mi amor (decía la conciencia).
El 25 de enero anuncié a los nuevos dueños que no seguiría adelante. Mi tiempo estaba terminado y me resultaba difícil remontar cada día sin la armonía que sólo un oído acostumbrado hace que se distinga una gran programación de una catarata de hachazos, baches e indiferencia. Me sentí vieja y cansada frente a la precariedad del lenguaje, las escasez de ideas, el periodismo telefónico o el “demasiadas horas para hacer la mitad de lo que hacíamos” en otros tiempos. Había que sacar fuerzas de algún lado para que La Radio no se caiga. Lo hicimos. Llegaron nuevos compañeros, mejor programación y por supuesto no había monto en dinero que lo pagara u honorario que alcanzara para disfrazar y vestir de manera elegante esta nueva etapa.
Llegué a marzo llena de alegría. Quería empezar nuevamente. Amigos y viejos empleados me ayudaron a rearmar artísticas, recuperar voces, encontrar archivos y ver o sentir todo lo que se había acumulado en esos casi 17 años de tanta audiencia. Volvían mis afectos a abrazarme con buenas ediciones y mejores propuestas. Aquellos pibes que habían sido aprendices de operadores ahora eran maestros de los chicos nuevos.
En fin, pusimos TODO bajo el lema “Pasión por La Radio”. Fui inmensamente feliz cuando me reencontré con el aire y con mis compañeros que se aprestaban a tomar la posta gerencial periodística y de informativo de todos los medios. Todos volvimos a ser uno.
Y es ese instante fatal, el que te sorprende en pleno vuelo, el que te empieza a alertar sobre las tormentas que se avecinan. A poco de andar comencé a sentir la humillación de quien debe dar explicaciones, entendí a todos los que se fueron por distintos motivos, les pedí perdón por haber sido tan exigente. Estaba cerca de precipitarme a toda velocidad contra la tierra. Estaba discutiendo por seguir teniendo una obra social o por cuestiones que a esta altura de la vida debía tener resueltas. Empecé a ver. Dejé de mirar y entendí que había tomado una decisión poco generosa para mí y para mi familia.
Esta radio cambió grandes y pequeñas cosas en la vida de la gente, fue querida y amada por miles de sampedrinos residentes y emigrados, pero ya no tenía el corazón puesto en el aire, la pasión por el hacer sin medir costos personales ni económicos. Empezaba una etapa de empleados con horario a rajatablas y móviles diurnos, un medio de comunicación con tiempos acotados o información que no llegaba a los oyentes. Sentí la burla de quienes entienden que estar en la radio es tener fama y no “prestigio” o credibilidad.
Y como siempre, amén de las buenas intenciones que cada uno tenga o exhiba, la verdad siempre aparece y una mínima gota termina de horadar el cráneo, como el Vaso de Tántalo.
Los operadores se fueron al mundial y con ellos la oportunidad de pedirle a uno de los tantos hijos de esta radio que viniera a hacer un reemplazo. El vértigo se apropió o se empoderó (como dice Flaiman para que se ría Anita) de esas maravillosas cuatro horas que sonaban de puta madre. Contentos, festivos, divertidos y disfrutando cada día de llevar nuestra verdad a gritos sobre cada silencio.
Me di cuenta de cuánto estaba sufriendo y asumí que la cobardía o el orgullo no me habían permitido apartarme a tiempo del venenoso olor a dinero que tanto saborean los paladares flojos de convicciones.
Aunque no pueda probarlo ya me había sucedido. Señalándose el bolsillo, el propio Intendente en su despacho me preguntaba cuánto quería porque “sabía que me rompía el culo trabajando y me quería ayudar”. Ofrecía dinero a cambio de prensa. No fue el único. Otros políticos o empresarios también piensan que pueden comprar todo sin tomar en cuenta su pobreza moral. Y por último, “vender notas”. Too much, como dice la Presidenta. Llegó el final.
Mi trinchera está aquí, en las páginas de La Opinión, en los reportes de La Noticia 1, en la web de La Guía o donde me toque estar, incluido el Facebook, que me ha devuelto un cariño enorme por parte de la gente. Allí estaré para sacarme la galera cada vez que pueda. Con honestidad.
Perdón, no pude más… Pero jamás abandonaré la conducta que me ha acompañado desde aquella mañana en la que Enrique Gaido me enseñó a leer los títulos y a no quedarme con la primera impresión.
Soy absolutamente millonaria acumulando abrazos, apretones de mano, gritos de aliento que se suman al poder mirar a los ojos a quien sea, especialmente a mi padre y a mis hijos. “Lo que llevás adentro es lo que nadie te podrá robar” es lo que le digo a cada uno de los que llega a estos medios para empezar un camino.
A todos, muchas gracias; muchas gracias por dejarme ser y soñar con que en otro momento, cuando las heridas cicatricen, podamos volver a conectarnos en el aire. Gracias también a todos los colegas que me abren las puertas para seguir trabajando de lo que más me gusta, sin excepción alguna. Quiso el tiempo traer hasta mi casa a un grupo de excompañeros de trabajo que me devolvieron más afecto del que merezco. Eso también me ayudó a tomar esta decisión. Los vi enteros, íntegros, grandes…
No sé si fui clara, pero por las dudas un último mensaje a los corruptos: el que quiere comprar a los demás es porque es capaz de venderse a sí mismo. Todavía hay muchos que estamos dispuestos a estrechar filas para demostrar que la honestidad aún sigue siendo valor y virtud. Estén seguros de algo: somos más, muchos más, los que estamos del lado de la decencia y la verdad, por más que duela.
Gracias por tanto aire y por dejarme hacer lo que más me gusta donde más me gusta.
PD. Todos y cada uno de los que esto lean saben que, pese a no haber sido mencionados, están en mi corazón.
P.D.2: El boletín oficial ya ha reflejado que no están bajo mi responsabilidad los contenidos periodísticos, artísticos y bienes de La Radio 88 S.R.L (la que siempre está en mi corazón y en el de tantos de ustedes).