Por cada trabajador de Coplac, un rostro, una familia, una historia de vida
En total, son alrededor de 80. La mayoría de ellos recibió el viernes una carta documento en la que les informaron que la fábrica cierra y que fueron despedidos “con causa justa”, es decir sin indemnización. En las puertas de la planta, montan guardia con la esperanza de que la situación se revierta. Cada uno de ellos representa a una familia de San Pedro que se queda sin trabajo, sin sueños y que no sabe qué le deparará el futuro.
La memoria obliga, el dolor angustia y la vida de cada vecino nos obliga a estar atentos a su tristeza.
Visitas, banderas, actos y discursos delirantes no mitigan las consecuencias de perder un trabajo, que –aun con el dudoso origen y funcionamiento de Coplac–abonan mes a mes la posibilidad de más de medio centenar de familias que compran, consumen, alquilan, pagan servicios e intentan que sus hijos estudien en una escuela de un pueblo que se llama San Pedro. Una ciudad en la que nadie debe hacerse el distraído o permanecer indiferente.
Estamos obligados a conocer los padecimientos de los que hoy quedan desocupados y necesitan imperiosamente encontrar, en principio, un abrazo y, luego, una nueva posibilidad de trabajo.
Coplac, Arco de Oro, Blasón, Celulosa, Tupperware, Guzzo, Tauterys, la Cooperativa de Escoberos, Supermás, la Junta Nacional de Granos son sólo algunos de los hitos que marcaron a hombres y mujeres que, con o sin indemnización y según la edad que tengan, ya no encontraron o encontrarán nuevas oportunidades laborarles.
Ni los sindicatos ni los representantes políticos les brindarán más que una foto o un gesto compungido cuando la prensa está presente, porque apenas la luz se apaga se van del lugar y muchas veces sin llegar a conocerlos.
Abruma entender que sean tan escasos los datos y tan pobres las ideas de la clase dirigente que cobra por gobernar y recién se da por enterada sobre el alcance y volumen del sustento económico productivo de su territorio.
No hay estadísticas ni registro que indique que alguna vez han ido a preguntar a quienes emprenden a su propio riesgo actividades productivas a cualquier escala cómo manejan sus desgarbadas economías o cómo sobreviven a la crisis que los sucesivos gobiernos han generado.
Cristian cumplió 25 años. Hace siete que trabaja en Coplac. Tiene 2 hijos: uno de 6 años, que va a la escuela, y otro de un año y medio. Vive en una casa propiedad de su familia en la zona de la Coopser, compra en los comercios del barrio y en supermercados con ofertas. Gana 20.000 y es sostén único de su hogar.
Sergio, de 30, vive en el barrio San José, también en una vivienda por la que no paga alquiler. Desde hace siete años llega a cumplir su turno cada día. Tiene una hija de 9 a la que con esfuerzo mandaba a patín artístico y a inglés. Tuvo que explicarle que “ese lujo” se había terminado y que desde ahora tampoco tendrán internet.
Romina, con 3 hijos y 32 años, alquila la precaria casa que habita junto a sus dos hijos en un barrio al que tuvo que llegar para bajar costos. Allí, le robaron hace poco más de un mes sus pertenencias y el lunes por la noche, a punta de pistola, fueron a saquearla otra vez porque los delincuentes pensaban que había “cobrado la indemnización” y pensaban arrebatársela. Todo mal.
Maximiliano percibía haberes por 23.000 pesos y desde hace ocho años y medio es uno de los operarios de Coplac. Su hijo de 8 años asiste a la escuela N° 1, donde maestras y compañeros saben que hay un conflicto en la planta pero aún ni identifican que el alumno es uno de aquellos que verá restringidas sus posibilidades debido a que su papá quedó sin trabajo y se le hará difícil cumplir con la cuota alimentaria que, mes a mes, debe girar a su expareja.
Adolfo lleva cinco años trabajando en la empresa que fabrica aislamiento acústico y paneles interiores para las automotrices. Su hijo de 7 años es alumno de la escuela 6. Vive en el barrio Obrero, en una vivienda alquilada. Hace todas sus compras en el barrio y, como todos, está preocupado por los gastos fijos, porque su sueldo es de 20.000 pesos como único sostén de familia.
A José Matías, de 34 años, le atormenta no poder seguir costeando el tratamiento del hijo que cursa el segundo año de la escuela N° 43, a la que concurre con asistencia especial por sus dificultades de aprendizaje e hiperquiinesia. Desde hace casi nueve años depende de su sueldo en la fábrica para poder subsistir. Vive en la casa de su madre.
Hasta allí casi todos coinciden en que el 70 por ciento del salario se va en gastos fijos: servicios de luz, gas, cable e internet, tasas y deudas contraídas con tarjetas u otras obligaciones. Calculan que ese monto fijo es de 12.000 de los 20.000 que gastan en promedio.
Daniel, en tanto sabe que con sus 42 años está complicado para conseguir un nuevo trabajo que permita el sustento de sus cuatro hijos, de 12, 11, 6 y 2 años. Los tres primeros van a la escuela N° 1, pero no sabe si se conocen con el niño de Maximiliano. En este momento, ambos tienen a sus padres de vigilia en las puertas de la planta, con mate, guiso y resistencia.
Diego ya tuvo que “cortar la combi”, avisar que desde fin de mes no podrá pagar el abono para llevar a sus chicos desde el barrio Los Amigos hasta la escuela N° 43, donde estudian. Tiene 27 años y duda de todo y de todos, porque los días pasan y las soluciones no llegan.
Nicolás, de 28, es uno de los que más gana porque ocupa un cargo jerárquico, pero comparte con sus pares la protesta y el reclamo. Lleva 10 años de ver cómo las relaciones se fueron desgastando a fuerza de “tires y aflojes”.
Conoce a los dueños e intuye que llegó el final de la relación con Ricardo Da Silva y Vanderlei Sales, los titulares brasileños que, por lo que dijo el intendente Salazar, no atienden más que por correo electrónico.
Flavio tiene 46 y alquila una casa en Independencia y Uruguay, en la que vive con su pareja y sus hijos de 8, 6, 4 y un año y cuatro meses. Lleva 8 años en la fábrica.
Marcela cuenta: “Somos diez en la casa”. Porque además de sus hijos de 18, 17, 14, 15 y 12 años, convive con dos nietos. Desempeña tareas en Coplac desde hace cinco años y medio y también sabe que será muy difícil para ella recuperar un trabajo estable.
Similar es la historia de Carolina, quien además de alquilar por 6500 peos la casa en la que vive, sobrelleva la doble angustia por su marido, que también trabaja en el lugar y con quien se turna en las guardias que organizan para mostrarse unidos en el reclamo.
Así son también las historias de Facundo, Jonathan o Nelson, que es de Río Tala y lleva a sus hijos a la Escuela 12. Tamaño impacto para una comunidad tan pequeña, que uno de sus habitantes pierda su trabajo al igual de centenares de recolectores de frutas o batatas.
Todos tienen nombre, apellidos, hijos y vidas que cambian de cuajo mientras se entreteje la ilusión de una reapertura que, al menos, les permita mantener esa saludable rutina de sentir que el mucho o poco pan que llega a una casa proviene del orgulloso esfuerzo de un miembro de la familia.
Todos esperan que la sociedad los acompañe y no los excluya por las acciones y figuraciones de quienes sacan provecho de la desgracia ajena. En tiempos de crisis algunos se vuelven egoístas, otros se acercan y ayudan y los menos piensan en sí mismos como parte de su campaña política.
Con concejales que nos cuestan 60.000 pesos por cabeza, en un pueblo de 50.000 habitantes, se hace difícil pensar que la política alguna vez le dé una mano al que la necesita o se comporte a la altura de las circunstancias para aceitar la comunicación con quienes podrían intervenir para ayudar, al menos, con un plan o subsidio con los que tanto medran para seguir saboreando las mieles del poder a costa de los más desposeídos.
A ellos hay que reclamarles que usen los celulares para incomodar a ministros y dirigentes gremiales que mañana vendrán de timbreo o con pecheras para identificarse, de un partido o de otro, de cada lado del mostrador alterativamente pero siempre ignorando las vicisitudes por las que pasa quien sólo vive de su trabajo.