Mi Viejo
Mi viejo fue. Él nos hizo hinchas de River y radicales. Los dos eran mayoría en esos tiempos. Después, cuando llegué a la facultad, dejé de votar al radicalismo, pero el rojo y el blanco siguieron significando mucho para mí.
Crecimos llamando a los jugadores por los apellidos, juntándonos alrededor de la radio los domingos a las 3.00 de la tarde, en el solcito.
Teníamos de vecinos a los Bonetti, una familia hincha de Boca (madre – padre – hijos – hija), que en los clásicos nos llamaban por teléfono si Boca ganaba. Nos decían cualquier cosa y mi viejo los recontra puteaba.
Si ganaba River, mi viejo tocaba desde la ventana lo que partir del Mundial 2010 supimos que era una bubuzela. Hasta ese entonces era una corneta gigante.
Mis hermanos y yo salíamos a la calle y cantábamos la marcha de River y los Bonetti nos hacían señas con las manos, signos que entendíamos a la perfección.
Ahora ya adultos, mi hermana y mi hermano mayor se casaron con hinchas de Boca y peronistas. Según mi viejo, lo peor que le podrían haber hecho.
Lo peor que le hice yo fue votar a Pampillón en la facultad. Y después decirle que había estudiado los populismos en América Latina y que Perón me pareció muy interesante. Hace cinco años recibió la noticia de mi divorcio. Casi se muere, pero solamente habló para ofrecer ayuda.
River acaba de descender de categoría. Y puedo decir que yo estaba preparada para este golpe. Ser adulto significa poder comprender este tipo de cosas. En los últimos años acusé cada uno de mis dolores. Pude decir lo que me dolía, dónde, con qué intensidad. Y comprendí que la vida es así. Que la felicidad eterna no sólo es una mentira, sino que además es insoportable.
Y que el dolor es simple. Alguien lo dijo antes: es lo más simple del mundo. Y que el fútbol es, entre otras tantas cosas (maravillosas, oscuras, terribles, farsantes, intensas, etc.), un juego.
Esta noche voy a hablar con mi viejo.
Le voy a decir que lloré. Que ya me había hecho la idea de que esto iba a ser así. Pero que bueno, lloré… qué le vamos hacer.
Le voy a preguntar si los Bonetti lo llamaron. Y él seguro me va a decir que descolgó el teléfono. Y va a ser sabio, mesurado, me va a recordar las veces que sufrió. Que esto es fútbol. Que hay cosas peores. Que no llore. Que no sea pava.
Me va a hacer el mismo chiste de siempre. Va a decir que en realidad él es hincha de Rácing, como su finado padre. Pero después no va a aguantar la angustia y va a dejar que yo la note.
Y me va a decir que ahora nadie de nosotros puede pensar en aprender de esto. Pero que más tarde le sacaremos alguna ventaja. Y que las derrotas a veces no son buenas. Que no hay que acostumbrarse a que ésta sea la manera de aprender. Pero sí, a veces son inevitables; como la verdad.
Yo sobrevuelo la conversación y recuerdo a mi viejo sacar una banderita de River del cajón del mueble de la cocina para que yo vaya a molestar a los Bonetti.
Y aterrizo en la última parte cuando imagino que él me dice:
Así es hijo. Perdimos.
Javier Aguado