“A los tuertos, el puerto”, el editorial de Lilí Berardi sobre la historia que desembocó en el actual conflicto portuario
Esta semana, la directora de La Opinión repasó los últimos 35 años del puerto en un editorial que salió publicado en lal edición impresa. Ante los sucesos de público conocimiento registrados en las últimas horas, conviene hacer memoria, se reproduce ese texto que recorre la historia de mezquindades que atravesaron hasta ahora todas y cada una de las problemáticas relacionadas con la actividad de lo que muchos llaman "el motor productivo de la ciudad".
Por Lilí Berardi
Tal vez mirando con un solo ojo o simulando amnesia algunos de los que hoy lamentan la pérdida de las cargas de barcos de frutas pueden intentar armar un relato que los satisfaga y les morigere la vergüenza de haber sido partícipes o parte interesada para la actual decadencia.
Ante tanto olvido intencionado o el silencio cómplice sólo hay que buscar en el archivo y comprender que San Pedro debe ser una de las únicas ciudades del país que se dio el lujo de cerrarle las puertas al progreso y el despegue. No una, muchas veces. Y como les decía, tal vez la de 2005 fue la última que merece la pena ser recordada en su exacta dimensión, por las responsabilidades que les caben a actores que hoy protagonizan, y en varios casos a sueldo, una pieza teatral cuya dramaturgia es envidiable.
Hace pocas semanas, una comitiva de siete personas, entre ellas jóvenes funcionarios, partieron a Rusia con el extravagante propósito de convencer ni más ni menos que a la Baltic Shipping para que regrese con sus barcos al triste y desolado muelle de la terminal fluvial local. Nos hubiese salido más barata una comunicación telefónica o un video chat para saber lo que se les iba a contestar con elegancia. Fueron 15 años de fiesta y despilfarro, con las mismas instalaciones, la máxima ganancia posible, el saqueo a destajo a públicos y privados, porque mientras dure, dura. Duró hasta el año pasado. Ahora se esfumó y sólo alguna decisión política que entusiasme a la única empresa que queda para usar las instalaciones, Grobocopatel Hermanos, podría habilitar alguna esperanza.
Desde la década del 80, cuando se construyeron los elevadores, no hubo inversiones significativas para sacar desde nuestra costa productos al mundo. Por entonces las cargas de cereales en bolsa significaba para la economía local apenas un porcentaje de lo que representaban las fuentes de trabajo que generaba la fruticultura, que también cayó en desgracia al compás de los programas económicos. Hoy, el desempleo golpea más fuerte que nunca y la miseria se nota en las calles porque no hay quien proponga siquiera cultivar una huerta para cada familia, ya que es más fácil que la ayuda social siga viniendo en planes sociales y bolsas de mercadería.
Corría 1984 cuando el Intendente Guillermo Farabollini comenzó a entender que ni los elevadores se terminarían ni los muelles ganarían cargas porque el propio Estado nacional ya tenía enquistados a quienes se encargaban de manejar a qué terminales portuarias se les daba supremacía. Era un admirador de los aventureros como Depietri y, por ende, se permitía soñar con un futuro promisorio y productivo. Su empeño para que Arcor comprara parte de la costa cercana al puerto logró calar en el corazón de la empresa y la operación se hizo mucho antes de su llegada a la jefatura comunal. Terminó enfermo, cansado, exhausto y triste porque aquello que había soñado se fue junto con el desprecio de opositores y correligionarios, que prefirieron defenestrarlo y hasta acusarlo de ser “un agente del JP Morgan” que defendía a la “banca internacional” en desmedro de los soberanos intereses nacionales. Ese intendente se murió.
Le siguió Juan José Sánchez, el pediatra que trabajaba a destajo por la mañana en el Municipio y el resto del tiempo en su consultorio y en los centros de salud. Los tiempos difíciles y los buenos como el de aquel día en el que lo invitaron a poner en marcha el primer galpón de empaque automatizado que vendió la empresa Prodol –tenían un representante en San Pedro– a la firma Tauterys en Gobernador Castro y siempre con la esperanza de que esa fruta fuese para embarcar en San Pedro rumbo al puerto de Róterdam. No sucedió. La suerte de los puertos seguía dependiendo del humor del funcionario de turno y sus engranajes, de esa gran madeja que suma distintos grados de corrupción a medida que crece.
La llegada de Julio Pángaro se abrió en otros horizontes. Más joven y con ganas de nuevos caminos llegó a pensar en un nuevo emplazamiento para la salida de productos al exterior. Un puerto en Vuelta de Obligado estaba en la perspectiva de sus proyectos y una posibilidad con la que alguna vez se soñó: la instalación de una planta de Mercedes Benz con despacho directo en los muelles locales, como sucedió de hecho en el polo Zárate–Campana. Tampoco se dio.
Hasta entonces, los operadores portuarios se contaban con los dedos de una sola mano: Rosa, Costa y la Agencia Saliva, ya en manos de uno de los más activos actores del comercio fluvial y marítimo de la localidad, Héctor “Pollo” Tufilli, otro que dejó la salud a merced de un negocio que muchas veces le deparó más sabores amargos que dividendos.
El gobierno de Menem ya había privatizado la Junta Nacional de Granos y a esas instalaciones llegó Terminal Puerto San Pedro, con promesas de instalar una fábrica de aceite de oliva. Nunca sucedió y las cargas disminuyeron al ritmo de precios y tarifas más convenientes en otros destinos.
Promediaba la gestión de Mario Barbieri cuando por obra de Dios y el Espíritu Santo, un misterioso atardecer nos encontró en el Salón Dorado de la Municipalidad con la presencia del entonces gobernador Felipe Solá y ni más ni menos que Luis Pagani en nombre de Arcor. Allí le anunciaron al jefe comunal que estaban dispuestos a invertir 30.000.000 de dólares si se les permitía utilizar la mitad del puerto y sus propios terrenos, precisamente los que había comprado la empresa Indalar por idea de Farabollini, los que pertenecían a Depietri y se extienden hasta bien entrado el barrio Bajo Cementerio. A tal punto había llegado el entusiasmo que antes de empezar a soñar con el proyecto, cedieron los terrenos que les pertenecían en el barrio Futuro para un nuevo plan de viviendas, el que obviamente se conoce como barrio Arcor. Despejaron de viviendas las barrancas y alambraron la costa con el afán de esperar las decisiones que, por entonces, debía tomar el Estado provincial. Y esa fue la madre de las derrotas.
La inversión de Arcor venía abrazada a varios actores. Gustavo Grobocopatel, por entonces conocido como “el Rey de la soja”, será su principal socio. A Los Grobo se sumaba una playa y el emplazamiento de grúas para una terminal de cargas de contenedores. Por entonces, la empresa designó al ingeniero Alejandro Baker para mostrar y explicar el proyecto. Era demasiado para ser verdad. Al menos así lo vimos los que tuvimos el privilegio de participar de aquella frustrada gesta en la que parecía insólita la oposición y desconfianza del Centro de Comercio e Industria, que decía “no queremos meternos en política”, o la Sociedad Rural, que con los mismos protagonistas se golpeaba el pecho para defender “la soberanía y los intereses nacionales”, sin hablar de quienes tenían intereses privados que podían perder de la mano de una reducción brusca de tarifas que resultase atrayente para cualquier tipo de cargas que pudieses operarse desde nuestra ciudad. Fue un desastre.
Sin más herramientas que la voluntad de la población, Barbieri buscó como salvoconducto un mecanismo hasta ese momento inédito: la audiencia pública. Citó a los ciudadanos a la sede del salón de usos múltiples de la Coopser para una consulta no vinculante y la acompañó con una juntada de firmas para avalar la instalación de Arcor. La gente se expresó y se mostró de acuerdo mayoritariamente aunque a participación no fue multitudinaria. Eran tantas las intrigas y sospechas instaladas que hasta en el periodismo hubo señalamientos de “colaboracionistas, entregadores y serviles de una empresa privada”.
En fin, en marzo de 2005 las tapas de La Opinión estaban dedicadas a esa nueva figura inventada para seguir destinando plata a la burocracia y la inoperancia: el Consorcio de Gestión. Un grupo de representantes de entidades intermedias, con un presidente pago por el Estado, una estructura administrativa también a cargo de los contribuyentes bonaerenses, titulares del sector privado y una silla para el Municipio. Fue tremendo. Esgrimiendo como excusa el “llamado a licitación internacional”, demoraron los tiempos y con ellos cansaron al inversor dueño de los únicos terrenos hacia los que podría ampliarse el puerto, a los que teniendo una planta fabril en la ciudad habían pensado en un nuevo escalón para sus actividades, a los que iban a fijar las tarifas para tener una oferta más competitiva que pudiera disputarle a San Nicolás, Rosario o San Lorenzo cualquier tipo de cargas. Los cansaron, se fueron para no volver más.
En julio de 2005 Arcor había pedido una definición. En agosto, la tapa de La Opinión parecía el texto de una lápida: Indalar recibió un “NI”.
La carga de frutas logró tapar durante los 14 últimos años la debacle que recién ahora se ve, cuando el monopolio privado que se apoderó con sus ambiciosos socios del funcionariado público y sus amigos dirigentes gremiales de todos los dividendos, y dejó que sean los areneros los que adornan con sus vaivenes el tránsito que rompe el pavimento y paga lindas multas a cada gestión por sus excesivos tonelajes. Lo innegable como conquista es que hay lugar para botes, canoas y lanchitas de pescadores. Ese es el puerto que nos quedó, a menos que el gobierno de la provincia comience a entender que la estructura que tiene el Consorcio es demasiado cara y torpe como para estar a cargo de ese tipo de decisiones. Quien mire a Ramallo sabrá qué se pudo hacer en esta década y media con una ciudad que no tuvo tantos remilgos y sectorizó su costa para albergar la inversión privada portuaria. Menuda diferencia a pocos kilómetros de distancia. Sea al norte o al sur, hay gigantes; aquí, enanos.
De nada vale buscar culpables o hacer que los que frenaron el progreso pidan disculpas o se avergüencen. Lo único que hoy se les pide es que no sean hipócritas, que no mientan y que no le falten el respeto ni a los hechos ni a la memoria. Algunos se hicieron ricos, otros la pasaron bien, pero el pueblo entero sufre esas consecuencias; y que no se escuden nunca más “en los trabajadores”, porque no han sido los gobiernos ni los planes económicos quienes los han dejado sin trabajo, sino el cúmulo de garrafales errores que, como en tantos otros ámbitos, han condenado a la ciudad a sucumbir sin horizontes.
Aquella última oportunidad ya pasó, no se recupera. Lo mínimo que se les puede pedir es que dejen de hacerse los afligidos abrazándose a las mentiras. Se puede mirar con un solo ojo, pero eso no significa ser tuerto. Serán recordados como los piratas de esta década.