“La honradez es lo más lindo que hay”, la historia de Oscarcito, el maestranza del Concejo Deliberante
El año pasado, Oscar González fue protagonista de una de las entregas de "Pequeñas historias que nos hacen grandes" en La Guía Club. Este miércoles es su cumpleaños y recordamos aquella nota sobre este trabajador municipal que supo batallar todas las adversidades.
“La gran Roma / está llena de arcos de triunfo. ¿Quién los erigió?”, es una de las preguntas del obrero que lee, el célebre poema del alemán Bertolt Brecht. Más cerca y más nuestro, el librero y radialista Román Solsona afirmó que “a los pueblos los hace la gente / los lugares, los mitos vivientes”, en una canción que musicalizó Nico Aulet.
Por eso, La Opinión presentó en La Guía Club Pequeñas historias que nos hacen grandes, una serie de retratos de vecinos comunes que con su trabajo cotidiano forjaron su pueblo, dejaron huella en su familia y sus amigos, en sus clientes o en sus compañeros. Esos héroes anónimos, los que ante cada victoria colectiva cocinaron el banquete de los festejos y ante cada fracaso pagaron los platos rotos.
Uno de ellos es la de Oscar González, publicada el año pasado en la edición impresa, y cuya historia recordamos este miércoles 9 de junio en el que cumple 58 años.
“Oscarcito”, como lo conocen todos, es empleado del Concejo Deliberante y es hincha de Independiente, un fervor que todos los lunes futboleros le genera chistes, gastadas y risotadas que convierten su rostro moreno de amplia sonrisa blanca en un cúmulo de alegría que se sobrepone a las vivencias de una infancia muy dura.
“No hay que perder la esperanza”, dirá muchas veces a lo largo de la charla que mantuvo con La Opinión para repasar algunos detalles de la historia que una tarde de invierno contó, casi sin querer, a corazón abierto, en el banco ubicado apenas alguien pisa el Concejo. La historia de su vida, la de un tipo común y corriente que a fuerza de voluntad, trabajo y honestidad sin cortapisas construyó una familia cuyo mayor legado es la nobleza del corazón de este hombre.
Canillita de niño, obrero de Arco de Oro, pintor, albañil, peón rural, sereno, cortador de pasto, pedaleador de bicicleta para atender mil oficios, conductor improvisado de Renault 12 para cumplir el sueño de su esposa de conocer su lugar de origen, se convirtió en empleado municipal hace 14 años y desde entonces es uno de los que hace uno de esos trabajos que nadie ve en el HCD, pero que son fundamentales para el sostenimiento de ese cuerpo.
Los niños de nuestro olvido
Oscarcito nació en Concordia, en la provincia de Entre Ríos. A su padre nunca lo nombró. A su madre, muchas veces: alcohólica y maltratadora, dejó un triste recuerdo en sus hijos a los que envió a trabajar de niños y hasta llegó a venderles los juguetes para comprar bebida.
En Concordia, Oscar y su hermano Jorge, con el que fue siempre más unido, de los cuatro que tiene en total, eran canillitas. Se levantaban muy temprano, todavía de noche, para preparar un mate cocido en un tarro, al fuego, malcomer unas galletas duras y salir hacia el depósito donde recogían los diarios El Sol y El Litoral. Como vivían en la zona rural, tenían que caminar por una ruta para ir a buscar los 35 ejemplares que sí o sí tenían que vender en el día. Si no lo hacían, al regreso los esperaba una paliza.
En abril de ese año comenzó la construcción de la represa de Salto Grande. Una mañana que iban a buscar los diarios para vender, unos hombres de acento extraño –luego supo que eran bolivianos– “con cascos amarillos y linternas en la cabeza” los llamó. Temerosos, dialogaron con ellos, que les preguntaron qué hacían tan temprano en la ruta.
Cuando les contaron, decidieron subirlos al micro y llevarlos al galpón donde trabajaban para la construcción de la represa. Durante varios meses les pagaron los 35 diarios, les dieron de comer y les permitían dormir entre las máquinas. Al final del día, volvían a su casa con el dinero que la madre gastaba en alcohol.
Las más de las veces, no comían. Oscar soñaba con sándwiches y gaseosas cuyos sabores desconocía. El 3 de julio de 1974 ocurrió el otro episodio imborrable de la golpeada infancia de este moreno de rostro cansino. El día anterior los diarios tenían en la tapa la noticia de la muerte de Juan Domingo Perón.
Los 35 ejemplares que tenía para vender se fueron en menos de 10 minutos y fue a buscar más. Una persona le dijo que la plata extra que iba a obtener ese día no se la diera a la madre, que la escondiera. Oscarcito y Jorge vendieron más de 150 periódicos. Tras entregar el monto de 35, el resto lo guardaron en una bolsita y lo escondieron debajo de un puente.
Las alegrías de la infancia de Oscarcito son esas pocas. El regalo de un hombre de apellido Tosso que trabajaba en el Banco Entre Ríos de Concordia y que lo conocía por su labor de canillita —le obsequió un trencito— fue otra, aunque a medias: “Era una maquinita con vagones, de plástico. Yo le até un piolín y me fui contento a mi casa, arrastrándolo. Era un sábado a la mañana, me acuerdo. Mi mamá me lo sacó y lo vendió para comprar bebida”, contó.
De Concordia, el niño Oscar se fue a Río Negro. Su madre había hecho pareja con un hombre que trabajaba en la manzana en esa provincia. Cuando ella falleció, lo que ya era una historia terrible empeoró. Él recuerda que ese día sintió “alegría”. Se acababa el maltrato, pensó. Por eso muchas veces dijo: “El día que ella murió yo tenía alegría. Ahora lo pienso y era mi madre, me dio la vida. Pero en ese momento lo sentí así”.
Desde la provincia que abre las puertas a la Patagonia, Oscarcito y su hermano Jorge fueron trasladados a San Pedro, donde vivía una hermana mayor. Apenas llegaron sintieron el desprecio del marido de ella: “Yo no voy a trabajar para darles de comer a estos”, dijo a los gritos, para que lo escucharan bien.
El destino fue La Plata, el Instituto Agustín Gambier en la localidad de Abasto, que pasó de sede del patronato de la infancia a reformatorio primero y a centro de contención después, se transformó en algo parecido a su hogar, si acaso se puede llamar así a ese lugar donde celadores e internos de más edad aplicaban todo tipo de vejámenes a los nuevos, sobre todo si eran pequeños.
Fueron alrededor de siete años sin contacto con nadie de la familia. “Nos maltrataban tanto que un día hablé con el director, un hombre de apellido Pascual. Él me dijo que nos mandaba a San Pedro si conseguíamos trabajo o alguien que se hiciera cargo de nosotros para que las asistentes sociales hicieran el informe. Nos mandaron en tren. Llegamos a lo de mi hermana y el marido empezó otra vez con la misma historia, de que él no iba a trabajar para darnos de comer a nosotros”, contó.
“Era muy pibe, pasé mucha hambre, pero eso sí: nunca toqué nada ajeno, nunca se me ocurrió robar. Jamás. Un día estaba sentado afuera de una casa cerca de Arco de Oro y apareció Ferrari, el dueño. Yo le pedí un pedazo de dulce y él me conversó”, recordó.
“Le conté mi historia y se ve que le toqué el corazón, entonces me dijo que se iba a hacer cargo de mí. Limpió un camioncito de esos que tienen cabina de frío, que estaba abandonado en el campito, y eso se transformó en mi pieza. Él firmó todos los papeles de las asistentes sociales y empecé a trabajar en Arco de Oro, 13 años estuve en la fábrica, hasta que cerró”, relató.
Con la quiebra de Arco de Oro y el final que incluyó remate y reclamos judiciales, Oscar, que ya tenía dónde vivir gracias al trabajo, era un desempleado más resultado de la destrucción de la industria nacional de la carrera por el primer mundo a la que la presidencia de Carlos Menem arrastró a los argentinos. Para colmo de males, los recibos de sueldo que guardaba en una bolsita estampada con el logo de la misma empresa se habían extraviado y en Anses no figuraba ningún aporte ni registro de su paso por la fábrica. Ni esperanza de indemnización le quedaba.
“Así que me quedé en la calle sin nada. Todavía era soltero y vivía solo. Pero bueno, empecé a rebuscármelas, a trabajar como pintor, ayudante de albañil, en el camote, en la naranja, en el durazno, en cualquier changa que saliera”, enumeró.
El amor y el trabajo
Entrada la década del 2000 conoció a Mabel. Se enamoró y tras un tiempo de novios decidieron casarse. Ella tenía seis hijos, para los que Oscar fue tan padre como para los dos que nacieron luego de esa unión. Hasta le dieron nietos, que aunque saben que él no es su abuelo biológico no cavilan en llamarlo así, de la misma manera en que él se desvive por esos sus nietos, como todo abuelo.
A mediados de esa década Oscar era un trabajador rural de la UATRE. Cuando no iba a la fruta, cortaba pasto. Tenía una bicicleta playera con la que tiraba un carrito. “Me cansaba más de pedalear que de cortar el pasto”, dijo entre risas. Su sueño era un trabajo estable. Un día se encontró con Norma Atrip, que ya presidía el Concejo, y habló con ella.
“Yo la conocía de la panadería, había trabajado un tiempo, cuando ella repartía en una Citroneta, yo limpiaba ahí. Un día la encontré y le dije que necesitaba un trabajo estable, le dije que me había hecho cargo de seis chicos y que luchaba por ellos. ‘No cualquiera lo hace’, me dijo, como admirada. Sin prometerme nada, me dijo que lo iba a tener en cuenta”, señaló.
“Pasó el tiempo y un día me llamaron. Yo estaba en el campo, en ese momento tenía un celular y siempre había que dejarlo en la planta, con la comida, pero ese día me olvidé y lo tenía encima. Sonó y era ella, que me dijo que iba a trabajar en la Municipalidad. Me agarró una alegría que te juro tenía ganas de volverme caminando del campo”, recordó.
En 2007, Oscar González fue contratado como personal jornalizado. Su primer día de trabajo fue el 11 de agosto. Era el cumpleaños de su hija. Le encomendaron como labor la custodia del CIC, que ya había sido construido y estaba próximo a inaugurarse. Una noche, antes de terminar el turno, escuchó ruidos en el fondo. Cuando fue a ver se encontró nada menos que con quien le seguía en el horario, que había entrado a robar.
“Si faltaban cosas, me iban a faltar a mí, así que les conté a los jefes. No me gustó eso que pasó, así que entregué las llaves y les dije que como yo no soy ladrón ni nada de eso no quería saber nada con problemas. Así que me fui y volví a trabajar al campo. A la semana, Norma me llamó para decirme que volviera, que había lugar para mí en el Concejo Deliberante. Años después, ya con Sergio Rosa, pasé a planta permanente”, relató.
Conducir los sueños y las esperanzas
Mientras era jornalizado, seguía cortando el pasto. En el Concejo le decían que se comprara una moto, pero Oscar no tenía estabilidad laboral como para pedir un crédito. Fue la propia Norma Atrip la que le prestó el dinero para que comprara una Yamaha cero kilómetro. “Me dijo que averigüe, que lleve un presupuesto, y ella me prestó la plata. Se la pagué por mes, sin un peso de interés”, detalló.
El día que fue a tramitar la licencia de conducir, Bronce le dijo que le convenía aprender a manejar automóviles y obtenerla para ambos tipos de vehículos. El niño que caminaba por una ruta con eucaliptos de ambos lados no pensó jamás que él podría manejar un coche como los que producían el viento que lo empujaba en esas madrugadas entrerrianas.
“Un día te vas a comprar un autito, vas a ver”, le había dicho Bronce. Ese día llegó: su primer auto fue un Renault 12 celeste con el que cumplió el sueño de su esposa de conocer a su familia de origen. “Mi señora es adoptada. Sabía que tenía a su mamá en el Chaco y ella siempre decía que quería conocer a su mamá, a su lugar de origen. Yo le decía que no pierda la esperanza, que todo se puede dar en la vida”, relató.
Al mes de comprar el Renault 12, y tras tomar contacto con la familia sin que su esposa supiera, le dijo que subiera al coche que se iban de viaje. No le informó el rumbo, sólo le pidió que confiara en él. Los poco más de 8 mil habitantes de La Leonesa deben haber escuchado el estruendo del abrazo en el que la mujer de Oscar se fundió con su madre y sus hermanos en ese pueblito ubicado el norte de Resistencia.
Era febrero en la provincia más calurosa del país. Sin aire acondicionado y bajo una lluvia torrencial, el viaje comenzó a las 11.00 de la noche y terminó en el abrasador sol chaqueño a las cuatro de la tarde. Fueron diez días inolvidables. De regreso, Oscar fue a agradecerle al Gauchito Gil, en Mercedes, Corrientes.
Oscar había vendido el Renault 12 para comprar un Clio 96 verde. Tenía en su cabeza el verano en que frente al televisor Mabel miraba a Mirta Legrand transmitir desde Mar del Plata y dijo “qué lindo sería conocer”. Como en el tango Aquel tapado de armiño —”me decías suspirando, ‘ay amor, si vos pudieras'”— pero con final feliz, el ahorro de los trabajos extra por la tarde permitieron el Clio y las vacaciones en el mar.
“Yo había ido cuando me llevaron del colegio, a Chapadmalal, en el 78, me acuerdo por el Mundial. Pero fue de pasada y además nos maltrataban tanto. Fue como verlo por primera vez. Cuando volví a Chapadmalal se me caían las lágrimas de recordar lo mal que lo pasábamos de chicos. Pero conocimos el mar, fuimos a la pensión del Ratón Ferrández. Mónica Otero me hizo un mapa para ir por la ruta 41”, precisó.
“Después me compré el Gol con el plan UVA, que se me fue mucho, pero me da no sé qué venderlo, el año que viene —por 2021— lo termino de pagar, pero me mató. Por suerte yo no me quedo, me gusta trabajar y hago algunas cositas extra”, indicó Oscar, a quien una cefalea en racimos le dificulta algunas de esas tareas extra que solía hacer.
“Estuve internado en Pergamino, en San Nicolás, y me tengo que cuidar del sol. Ahora estoy haciendo un poquito porque no hay sueldo que alcance. El cluster episódico no tiene cura, hay que cuidarse, por ahí te agarra una cefalea terrible, te paraliza la cara, y me tienen que internar para meterme oxígeno y que mejore”, explicó.
“Siempre les hablo a los chicos”
Oscarcito vive en calle Manuel Iglesias, cerca de la barranca, muy cerca del barrio 2 de Abril, donde los episodios delictivos no cesan y tienen, generalmente, como protagonistas a chicos tan pobres como fue él.
“De pibe tuve que pedir para comer y pedir por necesidad no es malo, robar sí lo es. Por eso les digo a los chicos que la honradez es lo más lindo que hay. A veces miro para atrás y pienso que viví en un rancho de chapa y cartón, en todas las cosas malas que pasé, por eso siempre les hablo. Hasta ahora, gracias a Dios, la voy llevando. Tengo a los chicos sanos, son buenos chicos, estudian, estoy empeñado como todos, pero comemos”, reflexionó Oscar.
En días de clases se lo va a ver, siempre, en la plaza Constitución a la entrada y a la salida de la escuela, para custodiar a sus hijos, que aunque ya son grandes y prefieren ir solos, tienen la custodia de quien sabe bien qué significa pasarla mal.
En el Concejo Deliberante, en San Pedro en general, nadie que lo haya conocido puede tener un mal recuerdo de Oscarcito. Pueda ser que su nobleza sea tan contagiosa como su risa.
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