¡La colmena!
(¡El país del mejor que hacer, es prometer!) Hubo un tiempo en que el país era un enjambre de hacer, y, en ese hacer estaba la realización de todo y de todos. Era el ejercicio de la apertura al mundo, de la sensibilidad hacia el pueblo, de la búsqueda del encuentro, de la fortaleza de la soberanía. Era el tiempo donde la vida se saboreaba, se proyectaba, se definía, sin condicionamientos autoritarios ni desnudeces desvergonzadas. Donde el hombre tenía prioridad sobre los números, porque él no era un objeto, sino el sujeto que hacía que las cuentas cerraran y los números fueran equitativos para todos. En ese contexto hubo un presidente constitucional que decía: “que era una vergüenza que hubiera ochocientos mil desocupados en un país donde estaba todo por hacer”. Sí, leyó bien, ochocientos mil desocupados. Si hoy ese presidente resucitara, por sólo un día, la sorpresa por los catorce millones de desocupados, hambrientos y desesperados, le mutilarían la palabra y la razón! ¿Ud. se dió cuenta de cómo la involución política nos ha momificado ante el sometimiento sistemático de la autocracia autóctona, que aquello que hace cincuenta años atrás era inconcebible, hoy es una realidad inapelable?. También decía ese presidente que: “correspondía al Estado el generar las condiciones para que el país fuera una gran maquinaria de producción, para que todos los habitantes, sin exclusiones, fueran los artífices que hicieran posible una sociedad socialmente justa, un país económicamente libre y una Nación políticamente soberana”. ¿Qué pensaría ese presidente al saber que fue desde ese Estado donde se orquestó, y aún se sigue tocando, la “marcha del descalabro” que es hoy, el país que fue ayer? El saber aporta datos, cosecha conocimientos, ensancha horizontes, conoce, visualiza en el presente, lo que se necesita para y en el futuro. No se dirige a las cosas; la sabiduría no es saber, es sabor; importa el aroma del mundo, porque en esa sabiduría intensa, profunda, está el sentido de la existencia de un pueblo y, a través de él, de la Nación toda. Pero los argentinos no asimilamos las cosas que nos pasan, la vivimos a través de los que dicen los otros, como si fueran historias ajenas, y ya sabemos que la historia la escriben los que están en contra de los grandes momentos, de los movimientos renovadores, de los sentimientos masivos, porque, como son minorías, sólo existen cuando los demás caen o los derrotan las termitas cívico- militares que tanto daño han hecho a la sociedad y al país. Y seguimos sin entendernos, sin saber qué país queremos, sin cambiar nada de todo lo nefasto que, como monóxido mortal, nos asfixia y aniquila lentamente. Una parte de la política argentina está enquilosada en una nauseabunda inmoralidad, en un autismo inconmovible donde todo ser viviente es descartable, en función de los mercados y los “mercaderes”. Amortajados en sus propios discursos transitorios, con una clap de obsecuentes seguidores…, ya que lo que dicen antes, no lo cumplen después. Así estamos, divididos, fragmentados en funciones, en capacidades, limitados por fronteras interiores. Somos una colmena sin abeja reina, con proliferación de “zánganos” (miremos a gobernantes y legisladores, actuando como proxenetas sin clientes). Yo miro pero no veo una realidad diferente. Yo siento pero no entiendo. O tal vez esa manera mía de sentir y entender es el único entendimiento que cabe tener, cuando la razón desconoce que vivimos entre objetos sin sentido, y entre sujetos cuyos sentidos funcionan sólo cuando se quitan los zapatos. Nélida López