Jóvenes sin asistencia y con sentencia de muerte
El fin de semana murió un chico de 17 años que aparecía en las investigaciones por venta de droga en un barrio de los denominados conflictivos. En las últimas semanas había entrado varias veces a la Comisaría y, como tantos otros, el único agente del Estado que conoció fue el del uniforme policial. Entre abril y agosto, hubo 55 menores de edad aprehendidos por diversos delitos y 63 jóvenes de entre 18 y 21 años.
El número en sí mismo es sorprendente: entre abril y agosto de este año entraron a la comisaría, aprehendidos por la policía por diversos delitos, 108 jóvenes de entre 12 y 21 años. De ellos 55 son menores de edad y los 63 restantes mayores de 18. Sería apenas un número si no fuera porque se trata de trayectorias de vida que están en riesgo, como estaba la de C. E. S. de 17 años, quien apareció colgado el domingo.
No importa el nombre, ni el diminutivo con el que todos lo conocían. Tampoco el parentesco cercano en sangre pero lejano en relación que lo unía con uno de los más importantes funcionarios políticos de la ciudad.
Quizás solo baste decir que es el mismo que apareció en estas páginas en las últimas semanas por haber sido detenido cuando hacía delivery de drogas, cuando disparó a quemarropa contra una vecina en el barrio Hermano Indio, donde vivía, cuando lo atraparon con una moto robada o cuando lo detuvieron en una serie de operativos ordenados en el marco de la investigación que busca desbaratar a una banda de dealers que domina ese territorio violento donde los vecinos no pueden dejar la casa sola porque se las usurpan.
Tenía 17 años. Era adicto, ladronzuelo, de armas tomar y entregaba drogas que alguien más vendía para que alguien más se llene los bolsillos para que alguien más sostenga un bienestar del que él nunca gozó.
Una pequeña muerte de alas gruesas
La crónica policial dice que ingresó al Hospital en grave estado. Lo habían encontrado colgado en un descampado en frente de la comunidad terapéutica Los Naranjos.
Su familia relató que se había ido de su casa por la tarde tras discutir con su madre. Cuando lo encontraron y un amigo lo bajó del árbol todavía estaba vivo. Falleció en la Guardia.
Uno de sus allegados dijo a la Justicia que era una persona conflictiva, cerrada y lo consideró capaz de haber tomado la decisión de quitarse la vida. La autopsia dictaminó “fallecimiento por asfixia mecánica por ahorcamiento”.
Otros amigos suyos dijeron que estaba “re empastillado” y agregaron: “Como casi siempre”. De su velatorio hubo quienes se fueron “por el olor a porro que había”. Calificaron de “desamorada” la ceremonia. Cualquiera podrá agregar que así fue su corta vida.
“A la familia se la ama en vida. Una vez que muere, todos lloran. Mi sobrino falleció hoy y para mí no está muerto”, dijo sobre “el Negrito”, como algunos le llamaban, un tío que lleva su mismo nombre.
En el barrio lamentaron la temprana muerte del chico, a pesar de que lo sufrían a diario. “Era terrible la vida que llevaba, pobrecito”, dijo una mujer que alguna vez lo tuvo enfrente, pistola en mano, apuntándole, y pidió “que Dios se apiade de su alma y la de la madre”.
No iba a la escuela, vivía en un entorno violento y delictivo, donde asesinato y suicidio son las causas principales de las muertes de los jóvenes, en una zona de asentamientos precarios donde la pobreza y la exclusión definen las trayectorias de vida y donde el Estado sólo aparece con uniforme azul para llevar a los adolescentes a la Comisaría, donde la Justicia dispone que sean devueltos a sus padres para que a las pocos días, a las pocas horas acaso, caigan de nuevo, sin que nadie más se acerque a trabajar con ellos.
¿Nunca alcanzará?
“Desempleo, precariedad, inseguridad y criminalización de la juventud y la pobreza, hacen parte de la experiencia cotidiana y subjetiva de millones de jóvenes en Latinomérica”, explica cada vez que puede la especialista mexicana en juventudes Rosana Reguillo, para quien el “desencanto” atraviesa la vida de esos pibes, que crecen con “indignación, rabia y tristeza”.
El adolescente que murió el domingo no es el primero ni el único. Lamentablemente, tampoco será el último. Cerca de donde él vivía hay otros tantos en su misma situación. Algunos lo acompañaban en sus andanzas. Otros lo enfrentaban.
Todos entraron a la Comisaría, es decir que sus nombres están en expedientes en la Fuero de Responsabilidad Penal Juvenil de la Justicia, de los Servicios de Promoción y Protección de los Derechos del Niño, en esas carpetas que llenan armarios de funcionarios de los tres poderes del Estado, que nunca dan abasto.
Mientras se desarrollan las reuniones con torta y mates para escribir acerca de cómo intervenir en el territorio, hay pibes que mueren, que roban, que matan, que faltan a la escuela, que no tienen abrigo, que tienen hambre, que no tienen destino ni futuro. Como en el poema de Armando Tejada Gómez, claro: a esta hora, exactamente, hay un niño en la calle.