Recordando un poco mi niñez, esos tiempos en los que jugábamos en los potreros y descampados, en las veredas de nuestras casas, en cualquier lugar donde un árbol nos extendiera sus ramas para treparnos, sin temor alguno salvo el de caerse o pegarse un buen porrazo mientras corrías de vuelta a tu casa porque la voz de tu mamá te llamaba para comer.
En algún momento las cosas empezaron a cambiar, cambiaron tanto desde ese momento hasta ahora, que cuesta darse cuenta qué fue exactamente lo que nos pasó, que poco tiempo tenemos para reflexionar, para darnos un respiro, para dar amor a nuestros hijos, jugar con ellos, dejarlos libres. Porque si los dejas libres los pueden dañar, los pueden hacer sufrir, o lo que es peor te pueden quitar tu vida a través de quitarte lo más preciado que tenés.
¿En qué momento esas manos que acariciaban a sus pequeños se transformaron en las mismas que les quitan la vida? Esas manos que antes juntaban un chupete y secaban una lágrima por una rodilla raspada, que te cocían los bolsillos o los botones del guardapolvo, que te preparaban el pan con manteca más rico del mundo, se han cerrado y ahora son un puño con el que golpean, abusan y hieren. Esas manos que al parecer se olvidaron de amar.
Cuando escuchas en las noticias nombres chiquitos con olor a infancia, como Candela, Agustín, Jorgito Videla, y quien sabe cuántos más, que llegaron a este mundo sin imaginarse alguna vez que podrían terminar sus cortas vidas por la furia, la locura, o la maldad de un adulto, de una madre, un padre o una persona sin corazón ni sentimientos hacia alguien tan indefenso como una criatura.
El derecho de dar la vida a un hijo nos da consigo la responsabilidad de protegerlo, educarlo, cuidarlo, pero sobre todo la de amarlo.
¿Qué nos pasa a los adultos que miramos para otro lado cuando el vecino le pega a su hijo como a un animal salvaje, cuando en la casa de un pariente vemos a un sobrino o un nieto con la carita hinchada de los golpes o los ojitos llenos de lágrimas por una paliza recibida? Hay que dejar de pensar que no nos incumbe, que no es problema nuestro, que si me meto me voy a ganar un enemigo. Probablemente tengamos un problema, porque a nadie le gusta que le corrijan su actitud o que se metan en sus asuntos, pero no olvidemos que los niños son la mejor razón para “meternos”.
Despertemos, pensemos, vivamos, mimemos a nuestros hijos y acudamos a tiempo a pedir ayuda, a denunciar si es necesario, la única forma es prevenir, no nos quedemos con la intención de hacer las cosas, mejor hagámoslas y puede ser que entonces no tengamos que lamentar.
Virginia Roscio
24.294.864
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