El Padre Celeste y los socialistas (no todos…)
En LA OPINIÓN del miércoles pasado apareció un comentario del Dr. Elvio Macchia, en el que se hacía referencia a cierta actitud del párroco de Ntra. Sra. del Socorro, presbítero Arturo Vespaciano Cesarino Celeste, un calabrés nacido en la villa de Bocchigliero (Italia), a quien tuve ocasión de conocer personalmente el día 17 de Noviembre de 1950, y recuerdo con precisión la fecha pues, porteño residente en Buenos Aires, fui a ultimar los detalles de nuestra boda que se celebraría al día siguiente en la iglesia parroquial. Alguien debió pasarle el dato de que yo era socialista y de entrada me atajó con un “Si Ud. no cree ¿a qué acude a la Iglesia?”. Sorprendido en grado sumo, respondí “creo en Dios desde que me lo enseñó mi madre, en quien no creo es en gente como Ud.”. Sin inmutarse, tuvimos un diálogo algo áspero. “Me parece bien, pero no querrá confesar y comulgar... ¿Es Ud. quien me propone violar el reglamento? De ninguna manera, mañana a las siete y media”. La iglesia estaba abierta, encontré al P. Vladimiro Smet, un yugoslavo que oficiaba de teniente cura, y me arrodillé en su confesionario. “¿Qué pasaba que discutían tanto con el P. Celeste?” Iniciamos una charla, más que confesión, aludiendo yo a mi experiencia juvenil con la guerra civil española, hasta que mis rodillas no soportaban más dolor, le propuse cambiar mi posición por su asiento. La carcajada franca fue el gesto precursor de una absolución liberadora. Por la noche, el casamiento demorado por la novia (como suele ocurrir) era filmado por la empresa de un compañero de la escuela secundaria, como regalo de boda, pero al conectar los reflectores... la iglesia quedó en la más absoluta oscuridad. Acudió el P. Celeste, pensando que nos correría a linternazos, pero no, repuso los fusibles, y resonó el Ave María cantada por otro amigo. Pasaron los años, ya había nacido nuestra hija mayor, había obtenido mi plaza de profesor en la Escuela de Comercio, y nos instalamos en San Pedro. Mi suegro tenía una camioneta Chevrolet 28 y con ella llevé a despachar un cajón de duraznos por tren, para un amigo. El peso del cajón hacía que se desacoplara la barra de transmisión, pero al dejar el cajón, la cosa pareció arreglarse, cuando al final del andén el P. Celeste me hizo seña y preguntó “¿Va para el centro? Sí señor. ¿No me llevaría? Suba Ud.”. El peso del cura, superior al cajón, agravó el problema. Al parecer no me había reconocido. Yo me quejaba de aquella vieja camioneta, pero cuando dijo “Probemos con una bendición...” estuve casi seguro de que tenía buena memoria. Aun me atreví a decir “No es que no crea en la eficacia de las bendiciones, pero en estos casos creo más en los mecánicos de automóviles. ¿No se acuerda Ud. de mí?” No hizo falta entrar en detalles, mientras la camioneta empezó a andar. Al enfilar la Mitre, le advertí que al pasar frente a la sastrería de Rotundo (el líder socialista -disidente-) se hablaría de nosotros más que de Don Camilo y Peppone (personajes cinematográficos de entonces, cura el primero, comunista el segundo). Nadie nos vió y al llegar frente a la casa parroquial me largó el último dardo “Ha visto que hemos llegado... Ud. ha llegado, yo todavía no.” Pasaron unos años más. Por la diócesis de Zárate aparecieron los “curas obreros” y en la diócesis de San Nicolás soplaban vientos de fronda para los curas tradicionalistas, aunque como el P. Celeste, no enrolados con Mons. Lefévre. Hasta que un día los líderes políticos fuimos convocados a la casa parroquial por el vicario general Mons. Breazú. Yo fui el último, por el Partido Socialista Democrático, nos pedían opinión y pude testimoniar como los que me antecedieron, que el P. Celeste era un cura intransigente en materia de fe. A pesar de nuestros buenos informes, se nos dijo que aquello era “un asunto cocinado”, revelando la poca calidad de cocineros de sus detractores. Me llama la atención que no convocase a “un buen socialista”, como lo califica Macchia a Enrique Gaido. El Bachillerato Comercial “San Luis Gonzaga” se quedó sin rector, al dejar de cobrar su sueldo de $ 30.000. No se hizo esperar la suspensión “adivinis”, y el P. Celeste marchó al exilio en el Seminario Mayor de La Plata, con su sobrino el P. Ciliberto, un cura moderno que había estudiado en Alemania. La parroquia quedó a cargo del P. Papaleo y un cura mallorquín, el P. Vallori Noguera, con quienes trabé amistad de inmediato, no obstante que la superiora de Ntra. Sra. de la Misericordia le previno al mallorquín “Tenga cuidado, que ese Bordoy es socialista”. Cuando le avisó que vendría a cenar a casa, el P. Vallori preguntó a la superiora “Sabe si Bordoy se ha comido algún cura, porque lo veo muy gordo...”. Así fue que ocupé la rectoría del Bachillerato Comercial, hasta conseguir que egresara la primera y única promoción de seis años de estudios, sin cobrar un solo peso igual que el resto de profesores que pusieron el hombro. Tan escrupuloso fue el P. Celeste con la suspensión impuesta, que para casar a un joven Genoud, de Baradero, realizó la ceremonia en la margen derecha del río, sin problemas de jurisdicción con el párroco P. Oscar Gener “Manzanita”, otro gran y buen amigo. Un especialista en derecho canónico, el Dr. Chichizola, de Rosario, se hizo cargo de la defensa del P. Celeste y logró que la Santa Sede se expidiera, intimando al obispo Carlos Ponce de León a reponer en la parroquia a su legítimo párroco y hacerle un regalo reivindicatorio. Acompañamos al P. Celeste a embarcar a bordo del “Augustus”, con la secretaria del colegio, la benemérita secretaria Chola Borda de Bifano y Edo Nuncio Daquino, pues viajaba a Roma para agradecer al Papa Paulo VI, y todo el mundo pudo ver por TV al P. Celeste, el cuarto a la derecha del Papa, concelebrando la Misa del Gallo. A su regreso de Roma le ofrecí mi renuncia como rector de “su” colegio. “Como yo no te designé, no te puedo aceptar ninguna renuncia”, pero recién recibido de “profesor para enseñanza primaria” (a los 48 años), me nombró director del primario, pero con sueldo. Puesto que recibía subvención del C.E.D.N.O., en tanto que del S.N.E.P. jamás se recibió un centavo. El tiempo siguió transcurriendo hasta que un día estando yo en la casa parroquial, charlando con el P. Celeste, atendí el teléfono, avisaban de la curia que el obispo Ponce de León había fallecido por un accidente de automóvil. Se lo comuniqué y su comentario no se hizo esperar “Che socialista, ¿tenés alguna duda de que Dios existe?”. Esa es otra historia, que se puede contar, pero otro día. Miguel A. Bordoy