El drama de ser trabajador, enfermarse y tener vergüenza de pedir ayuda
El jefe de hogar padece esclerosis múltiple y hace más de un año que no recibe su medicación. Su compañera y sus hijos peregrinaron entre el diagnóstico, la clínica y el Pami para obtener digno tratamiento. La historia de una familia que hizo mérito en el trabajo, la educación y el esfuerzo constante, y que ahora trasciende públicamente por la falta de contención, el asesoramiento y la compañía que nadie les proporciona y que les da vergüenza pedir. "Ya sé de qué es esta enfermedad, pero quiero que si hay un final sea digno", dijo Alejandra, la hija mayor del matrimonio.
La historia de Carmen y Félix tiene 35 años bien cumplidos “puertas adentro”, como corresponde a quienes entienden que el presente y el futuro residen en el mérito y el esfuerzo propio. “Las pasaron todas”, dice su hija mayor con la voz quebrada por la impotencia que siente al ver a su padre en la agonía perversa a la que lo condena una esclerosis múltiple, mientras cría a sus hijos entre el Conservatorio de Música y las numerosas actividades con las que forja su educación.
“Sí, llamaba para hacerle una consultita”, dijo Alejandra el martes por la tarde en el “cuatroveintecien”, el teléfono fijo que atendemos los periodistas de este medio ya sea para proporcionar el número de obras sanitarias o para desnudar una historia que primero nos duele en los huesos y luego impacta de lleno en la población. Son historias que suelen corroborar esa presunción de la injusticia, de la crónica injusticia que padece un sector de la población que se avergüenza a la hora de pedir ayuda o relatar lo que padece.
Generalmente se trata de familias cuya conducta autosuficiente no se permite siquiera contar a sus allegados lo que les sucede, porque entienden que no tienen derecho a generar molestias. Hasta que un día se animan a cruzar esa frontera que separa a lo privado de lo público.
Carmen y Félix llegaron a San Pedro desde la provincia de Misiones. Alejandra, la hija de Carmen, era el único y valioso patrimonio de la pareja que estaba dispuesta a todo en un lugar al que llegaron para huir de una infancia demoledora para cualquier ser humano.
Encontraron gente que les dio trabajo en changas en el campo. Más tarde pudieron ingresar al mundo laboral de la mano de una empresa contratista de Papel Prensa, emprendieron un negocio propio y cuando lo perdieron no se amilanaron: empezaron otra vez y siguieron adelante. Hasta que un día, en el club donde trabajaba como personal de mantenimiento Félix y hacía su carrera futbolística su hijo menor, Sebastián, pensaron que “estaba borracho” porque se caía de los andamios, caminaba a los tumbos, tropezaba más de la cuenta y, para colmo, veía poco.
Entre médicos y licencias se fue entretejiendo un diagnóstico que tardó casi un año en llegar a manos de la pareja. El neurólogo que lo atendía por la obra social de su trabajo habló con ellos para explicarles que el ELA, escleroris lateral amiotrófica, le va quitando al cerebro facultades para dictar órdenes a todos los sectores del cuerpo humano.
Por entonces Ospedyc, la Obra Social del Personal de entidades deportivas y civiles, respaldaba todas las prácticas médicas hasta que llegó ese inexorable despido con su consecuente indemnización. Producto de la “discapacidad”, que en los papeles se fijó en un 70 por ciento, se le daba vía directa a la jubilación.
Esa “vía directa”, que en Argentina se demora mientras la salud se deteriora a la velocidad de un rayo, los dejó un año y medio esperando dictamen de la Superintendencia de Riesgos de Trabajo. Un año y medio en el que Carmen, venciendo la vergüenza, llegó a Desarrollo Humano donde, como siempre, le respondieron con una bolsa de mercadería que administra con pericia para que rinda, pero que no cubre la necesidad de seguimiento, tratamiento, contención o ayuda en el delicado momento que atraviesa.
Carmen llora, se tapa a cara y se hunde en esa humillación que para ella representa la caridad de un Estado que entiende que a sus ciudadanos no hay que respetarles sus derechos ni asesorarlos para que hagan uso de ellos y que con una bolsa de mercadería es suficiente.
Quiso la suerte que Carmen llegara a una abogada que le recomendó el Juzgado de Paz. Sorprendida por los 18 meses de espera, envió una carta documento a la SRT y a los 15 días se cumplió el milagro. La profesional cobró sus honorarios cuando Anses le otorgó el beneficio a su cliente y le pagó el retroactivo, que ya no alcanzaba ni para los remedios.
Félix hace un año y medio que no toma su medicación por esa “distracción” o desconexión entre un organismo y otro del Estado que pueblan en los cargos directivos los chicos del Pro o de La Cámpora para disputar palmo a palmo el Boca-River del día y echarse la culpa unos a otros, mientras por el campo de juego ruedan las cabezas de trabajadores y autónomos que no forman parte de la clientela habitual de la grieta.
El medicamento que toma Félix cuesta casi 20.000 pesos y hasta que “un médico neurólogo no le haga la receta, el Pami no se lo cubre. Pero el neurólogo que atiende por el Pami atiende en la Clínica, pero no tiene turno; tampoco el kinesiólogo del Pami, porque le pedí por favor para que tenga tratamiento a la secretaria, pero no tiene; y en el Pami me dijeron que lo tienen que atender igual, pero no lo atienden. Y entonces tampoco el dentista tiene turno, porque para el Pami no dan; y en el Pami me dieron la silla de ruedas y un andador, pero él no lo puede usar porque los brazos ya no le responden y se cae. Se cae y lo lleva la ambulancia, lo curan en el Hospital pero ahí le dicen que tiene que ir a la clínica porque él es de Pami, y en el hospital decimos que tiene ELA, pero nos dan el alta”. Así es el relato que explica lo inexplicable, porque al harén de la inoperancia se suma la salud pública, la privada y los profesionales que siempre encuentran una excusa para sumir en la más profunda de las humillaciones a este trabajador, a su esposa y a sus hijos, a una familia que hoy se despedaza entre el abandono de proyectos de vida y las posibilidades de asistencia digna para uno de sus integrantes.
Es la hija mayor la que llama a La Opinión y abre la puerta a la indignidad de la exhibición pública. La que trabajó desde chica, estudió en la escuela N° 3 y siempre fue abanderada. La que está casada con un trabajador de la fábrica Toyota, la que manda a una de sus hijas al Conservatorio mientras rueda con su auto desparramando a los otros dos para que cumplan con sus obligaciones educativas y sus prácticas de deportes. La que entiende que su hermana que trabaja en el súper chino lleva todo lo que gana al hogar de sus padres y la que pena porque su hermano menor transita una depresión que lo hace repetir una y otra vez que la vida para él ya no tiene sentido. Ese hermano menor que jugaba bien al fútbol y llegó a un campeonato en San Nicolás y “justo cuando el técnico lo iba a llamar para pasar a primera se tuvo que poner a cuidar al padre. Trabaja en un barco de arena, lo llaman a veces y está rindiendo en la Prefectura”, dice mamá Carmen cuando rompe en llanto otra vez. Todo eso es lo que produce la catástrofe en un grupo familiar que ha sido castigado por sus méritos de manera constante y brutal.
En el medio, y como cuestión menor, queda por resolver un juicio de la Coopser por la obra de gas a la que no están conectados pero deben pagar; la escritura del terreno que compraron en 1994 con entrega y 18 cuotas de 1800 pesos “que los pagábamos con los dólares cuando eran del uno a uno pero después el de la inmobiliaria me dijo que se le quemaron todos los papeles y no lo podía escriturar y cuando fui a la Muncipalidad me dijeron que tenía mucha deuda de impuestos, pero lo pagamos todo y mi marido construyó toda la casa, con baño y después la fuimos agrandando. Es nuestra”, agrega la jefa de hogar, no sin antes aclarar que está apurada porque Félix ha quedado solo en ese lugar al que llamar hogar porque allí vivieron el sueño de la casa propia aún sin estar casados, en concubinato.
Un concubinato que terminó el pasado 12 de marzo de 2019, cuando un reverendo pelotudo le dijo a la mujer que “si no se casaba el Pami no le dejaba hacer los trámites y que hasta que no traiga el papel no podía hacer nada”.
Así las cosas, así la vida, así las historias que llegan a este medio para que estalle la indignación y alguien haga algo que no sea un “a mí no me corresponde, yo le dije la señora que le daba los remedios de contrabando porque le corresponde al Pami / Hospital / Desarrollo Inhumano / Obra Social”, según sea el despacho al que logre llegar.
Lo peor de todo es que esta mujer no pide, no ruega, no reclama. Necesita instrucciones o acompañamiento para moverse en un mundo que hasta el maldito diagnóstico no había conocido: el mundo de las complicaciones en el que hay que mendigar por aquello que entre todos los que leen esta crónica mantenemos con impuestos, tributos y sufragantes.