En el dedo mayor de la mano derecha tengo dos anillos, los únicos que A. usó: una alianza y un anillo liso, de plata. El de plata lo encontramos una tarde de 1989 caminando por la Boca. Se lo puso junto a la alianza y dijo: Este es mi casamiento con vos, y éste (el que acabábamos de encontrar) mi casamiento con la literatura. Nunca más se lo quitó. Pienso en un tercer anillo intangible: el que celebra sus bodas con el ajedrez. Unión apasionada y, por épocas, conflictiva, el ajedrez fue para A. un juego amado que lo acompañó desde la adolescencia hasta el final; el “más complejo y hermoso que han inventado los hombres”, escribió. También fue un rito cotidiano, una parte íntima de nuestra vida en los cuarenta y seis años que tuvimos juntos.
Vida y literatura conviven, indisolublemente unidas, en los libros de A. No por una mera cuestión biográfica (“Mentir es el oficio del escritor para decir la verdad”, dijo), sino por la manera absoluta, incondicional, con la que se entregó a su destino de escritor; también podría decir, a la causa de la literatura, a la causa de la poesía. Del mismo modo, el ajedrez fue parte entrañable de su vida, y, por etapas, ocupó un lugar central: como competencia, como desafío ante la máquina, como refugio cuando no escribía o cuando había algo que lo hería o preocupaba, como posesión de una belleza abstracta. El de los ajedrecistas es un mundo particular: intenso, lleno de personajes disímiles, extraordinario en su poder de abolir el tiempo y la realidad; un mundo muchas veces humorístico y hasta delirante. No valen la edad, el sexo, la profesión, lo cultos o incultos que sean los jugadores: sólo hay un tablero y dos frente a frente. Ese enfrentamiento, solía decir, podía llegar a ser más violento que una lucha cuerpo a cuerpo.
A los trece años, en San Pedro, con Benito Aldazábal, compañero inseparable de torneos, eran el terror de los jugadores experimentados. Aldazábal recuerda que, al año de empezar a estudiar los dos con Eduardo Solari, A. “ya le ganaba usando siempre el estilo de Capablanca, jugando con brillantez los finales de partida.” La primera vez que A. nombra el ajedrez en sus Diarios (1954-1991) es en 1956. Tiene 21 años: “En los finales artísticos de ajedrez, como en el trato con las personas, lo lógico nunca da resultado”. En 1972: “He vuelto a jugar casi furiosamente al ajedrez”; en 1976: “En los últimos meses no he hecho otra cosa que escuchar música y jugar solo al ajedrez. Por ‘jugar solo’ se entiende reproducir partidas, estudiar aperturas y hasta inventar alguna variante personal (he descubierto una jugada sorprendente en el ataque Max Lange que, dicho sin el menor delirio, es como para poner los pelos de punta)”. Y aclara en una nota al pie: “Para poner los pelos de punta, en efecto. Lástima que ya la había descubierto Emanuel Lasker (El sentido común en ajedrez) hace más de cien años”. Jugada que lo llevó a escribir el cuento: “La cuestión de la dama en el Max Lange”.
Hay innumerables anécdotas: una partida legendaria, por mil pesos, con Rodolfo Walsh; una fiesta en casa de Egle Martin, a la que llegan con Walsh y un tablero y se ponen a jugar en un rincón, lo que indica la idea que ambos tenían de lo que era una fiesta. Hay años de innumerables viajes en tren reproduciendo partidas que, en picos de entusiasmo, me comentaba, sin importar que yo no supiera de qué me estaba hablando; interminables noches que pasé en el Centro de Comercio de San Pedro, con un libro en una mesa apartada, esperando que terminaran de jugar, hasta que el sonido de las piezas me avisaba que todo volvía a empezar; el humor y el sigilo con los que, una noche, ocultó un grabador a fin de registrar esa jerga típica de los ajedrecistas, mantras sin sentido o creaciones del lenguaje al borde de la conciencia que pronuncian los jugadores, abstraídos por completo en el tablero. Hay historias que lo fascinaban, como la de Sultan Kan, el extraordinario jugador indio espontáneo que le ganó a Capablanca y llegó a estar entre los diez primeros del mundo siendo analfabeto. Hay recuerdos de interminables series de partidas pin-pong con su primo Patín Castillo; de una tarde, en el Club Argentino de Ajedrez, adonde nos había llevado Antonio Carrizo junto a Benito Aldazábal y su mujer, Mirta, para que conociéramos a Bobby Fischer. Fischer nunca se acercó: se acodó en la barra del Club y desde ahí nos miraba con desconfianza, ya que la compañía de mujeres, al menos en el ámbito del ajedrez, no le era agradable. De una inolvidable noche en casa, hablando de ajedrez y literatura, con Carlos García Palermo y los integrantes de Gambito de papel.
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El ajedrez, para A. estaba en San Pedro. El Torneo Mayor era su desafío máximo.
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El ajedrez, para A., estaba en San Pedro. El Torneo Mayor era su desafío máximo. En septiembre de 1976, escribe en su diario: “Para ser franco, este torneo —que será quizá el último que juegue—me preocupa tanto como la literatura. O más”. Poco después: “Y bien, gané el torneo. […] Voy a participar (quizá) en el Mayor y no juego más”. Pero siguió jugando. Y en noviembre de 1981: “… desde hace un mes estoy jugando el Torneo Mayor. Es formidable que haya tenido el coraje de inscribirme. El hecho es que también necesito ser yo para jugar buen ajedrez: aunque hasta ahora gané todas las partidas, estoy jugando frívolamente […] Solo un escritor que además ame el ajedrez, que entienda el sentido trascendente del ajedrez, podría comprender por qué esto también tiene que ver con la literatura, y por qué, por fin, puedo escribirlo con naturalidad”. Pero el ajedrez, hermoso y obsesionante, como deidad que se cobra un diezmo, asumió también formas sombrías: la de las pesadillas de las que no podía despertar soñando que despertaba dentro del sueño, reproduciendo partidas infinitas o viendo posiciones en el tablero con una fijeza hipnótica, de las que no podía huir.
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Interminables noches que pasé en el Centro de Comercio de San Pedro, con un libro en una mesa apartada, esperando que terminaran de jugar, hasta que el sonido de las piezas me avisaba que todo volvía a empezar.
A los trece años, en San Pedro, con Benito Aldazábal, compañero inseparable de torneos, eran el terror de los jugadores experimentados.
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Cuando Bent Larsen, varias veces candidato a campeón mundial, estuvo en San Pedro en 1981 dando una simultánea a 40 tableros, A. le hizo tablas. Esa noche, durante la cena, Larsen “destacó la riqueza de su juego y le sugirió que se pusiera a estudiar a fondo y buscara un maestro en Buenos Aires porque tenía asegurado llegar a maestro internacional”, recuerda Aldazábal quien, junto a Cabrera, fue el otro jugador que le hizo tablas. Había llegado el momento en que el tema, que siempre fue profundo, dejó de ser humorístico en la superficie de las anécdotas, porque A. empezó a sentir que debía tomar una decisión. No podía ser frívolo escribiendo, tampoco podía ser frívolo jugando al ajedrez. Entonces armamos un bolso con gran parte de su biblioteca dedicada al ajedrez y la llevamos a San Pedro, a un club que empezaba a preparar chicos. No participó más en torneos, no jugó más frente a otros jugadores y, por un tiempo, tampoco con la máquina. Escribe en su diario: “…borré de esta computadora el programa de ajedrez. Una especie de mutilación.” No fue un tiempo largo. El ajedrez, aliado inconmovible, volvió con fuerza a su vida, de la que nunca se había ido. Bajó un programa de muy alto nivel y restableció su ritual fiel frente a la máquina, en partidas de regocijo o de horas de análisis.
La última anotación de su diario es del 28 de marzo, la madrugada posterior a su cumpleaños.
“Cuando todos se fueron, me acosté a dormir. Una hora después me desperté de golpe, vine al escritorio y encendí la computadora. En el nivel más alto del programa, jugué una partida de ajedrez. Un Ruy López, defensa Cordel, variante Charousec, que no había mirado en mi vida. En la jugada quinta hice a4 y se armó una especie de tempestad. Cómo, no sé; pero gané por escándalo un final de torres de problema ¡en la jugada 104! (Este programa no abandona nunca, sigue hasta el mate): cosa que ocurrió hace sólo unos momentos. La partida quedó registrada”.