Educar al soberano
Cuan lejos estamos de cumplir acabadamente con aquella indiscutible intención de Alberdi, en los albores de nuestra nacionalidad, con la pretensión de llegar a ser un gran país, tal como al parecer se había logrado al celebrar nuestro primer Centenario, tanto que en Buenos Aires hasta tenemos un Parque Centenario, tan orgullosos estuvimos de que aquel pueblo que aún no había declarado su independencia, emprendía la última singladura que sólo tomaría seis años para la declaración de las “rotas cadenas”. Vuelvo la mirada, no sólo para repasar el texto y me detengo en la frase “tan orgullosos estuvimos”, escrita al voleo del teclado, pero que no deja de expresar lo que experimento ante la inminencia del tan llevado y traído Bicentenario, que lamentablemente ha empezado por dar nombre a una pretendida disposición de reservas del Banco Central, supuestamente para pagar deudas mientras vuelan fondos “buitres” en la verborrea de la” Sarmiento del Bicenenario”… No hace falta ponderar que el funcionario público, o la funcionaria, o mandataria, por más que sea la primera (que puede llegar a ser la última), se ponga el “arnés” como dijo otro columnista en la edición pasada de La Opinión, quizá desconociendo que atalajar una bestia sólo es posible hacerlo con un animal de trabajo, si se prefiere un noble bruto, pero animal, aunque sea un caballo o un burro (sin connotaciones).
Quienes hemos dedicado nuestra vida a la docencia, para descubrir, aunque fuese por casualidad como en mi caso, que era lo más noble y enriquecedor de cuanto había hecho hasta el momento, y constatar que luego de 50 años quienes recibieron lo poco o mucho que pude aportarles con profundo afecto, llegando a la conclusión de que he sido yo el más beneficiado, porque fueron aquellas chicas y chicos de la Escuela de Comercio quienes me devolvieron con creces al verlos convertirse en hombres y mujeres de bien. Pero debió pasar ese medio siglo y aún en sus inicios ya advertimos que algo no marchaba bien. No se conocía la palabra populismo, pero después de oír aquellos pobres desheredados, impulsados por los advenedizos de siempre, clamando por “Alpargatas sí, libros no” ya se veía que la cosa no iría tan bien como pretendíamos algunos. Hasta se llegó al extremo que los docentes ya no éramos más maestros o profesores, sino “trabajadores de la educación”, y así nos fue… y nos sigue yendo cada vez peor.
No hace muchos meses nos sorprendió el incendio de unas dependencias de la Escuela Normal, suceso del que no se habla ya, pues parecería que la investigación no avanza, o no se da a conocer en qué instancias se encuentra, hasta llegar a que hace pocos días un alumno de la Escuela de Comercio trata de dirimir sus diferencias con un compañero portando un cuchillo, sin poder ignorar los múltiples y reiterados robos, con destrucción de instalaciones y elementos, en todo tipo de escuelas primarias de nuestro término municipal. La mayoría de los casos obra de menores que cuentan con más antecedentes que los mayores, pero son inimputables, y así quienes tendrían la obligación de velar por la seguridad de los que pagan impuestos y los mantienen. Se ven atados de manos. Pero llega la desfachatez a decir que la inseguridad es una “sensación”, cuando mejor se definiría diciendo que es una inseguridad sensacional.
Empecemos por reconocer que en buena medida la familia se ha ido desestructurando, los padres no educan a sus hijos, quizá absorbidos por otras preocupaciones, pretendiendo que es la escuela la que únicamente debe ocuparse de ello. No pretendo que se reverencia, pero ya no se respeta al docente, que imponía autoridad con su sola presencia, aunque alguno (siempre hay excepciones) fuera el “punto” que nunca falta en todo grupo humano. El padre era el primero que agregaba correctivo al que imponía el maestro o profesor. En España se ha tenido que llegar al extremo de que la autoridad del docente es la misma que tiene un policía o cualquier otro funcionario público, pero es el propio docente quien ha ido “aflojando”. Puedo repetir de memoria los nombres de todos mis maestros y profesores, y tal como decía Miguel Cané en su “Juvenilia” de lectura obligatoria en 1er. año, “De los que nada me enseñaron, ni de su nombre me acuerdo”.
Miguel A. Bordoy.