Cuando un amigo o varios se vuelven inmortales y se van a otra galaxia, caso Carlos Casini o aquella María Julia Yunez, Susana Ochoa, o el lejano e inexplicable accidente en el Club Náutico que nos llevó a Jorge Torresín, es inevitable que, junto al hueco que te queda en el alma, se hace una memoria y balance. En el listado de las cosas buenas destaco la niñez en el Barrio El Tanque, aquella canchita de fútbol donde hoy está la Escuela Industrial y que servía ocasionalmente de radicación de inolvidables circos criollos, donde luego de una rigurosa entrada formal, en las demás funciones podíamos “colarnos” por debajo de la carpa porque, generalmente estaba lejos de ser inaccesible. Los de los circos hacían “la vista gorda”. En varias ocasiones llevamos (Casini, Palazzo y quien esto escribe) a un niñito Mario Barbieri, cuya mamá lo dejaba a veces en lo de su primo. Terminábamos detrás de enormes tazas de cacao con leche, pan, manteca y dulce que mi madre nos “imponía” con rigor prusiano: sí o sí…
Es inevitable recordar los inacabables “picados” de fútbol o los reñidos partidos de “cabeza” en esa cancha o en el terreno frente de mi casa, donde está el Jardín N° 1.También recordar a los mayores Pepe Farina, Eguino, Budiño, Pheulpin, Tufili, Salviolo, y que servían de modelos para esa adolescencia que asomaba.
Los vecinos tomaban mate en la vereda y se charlaba de todos los temas, nadie sabía lo que valía un dólar y la palabra “inflación” era desconocida. En carnaval se jugaba con agua, a veces todos contra todos y era una verdadera fiesta. Alonso y su señora Carola, generosos como siempre, o cargaban el camión lleno de vecinos con tachos llenos de globos que, después de las 12 de la noche, tirábamos a diestra y siniestra en el corso de calle Pellegrini y en sus aledaños. Son sólo algunos retazos de innúmeros recuerdos de la niñez, donde estudiar y aprobar era casi un mandato bíblico, y en la que figuras como la del Director Víctor Picco se constituía, por autoridad moral, en casi sagradas. A veces de Picco te tocaba algún zamarrón “didáctico”. El respeto era indiscutido e indiscutible. Ni hablar de maestras paradigmáticas como Ada Copello, Sras. de Tognocchi, Young, Palazzotti, Malacrida, Pángaro de Fernández, Zapata y la inefable Angelita Benseny y otras cuyos nombres en este momento se me escapan. Todas dejaron su indeleble estela y seguramente no araron en el mar, como se quejaba algún libertador de América, sino sembraron semillas para amar el estudio, la superación, la dignidad, la honradez y el honor como valores superiores… Quizá cumplimos sus expectativas, quizá no, pero su tarea aún hoy debe ser un homenaje permanente.
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