Derechos Humanos, el editorial de Lilí Berardi
Nunca pensé que el aniversario número 28 de La Opinión me encontraría reclamando por derechos que creí ya estaban absolutamente claros y reconocidos para todos, todas y todEs.
Desde hace meses trabajo e investigo en los tiempos libres sobre el fenómeno y las secuelas que produce la exclusión digital en los adultos o las personas cuyo entrenamiento neuronal no pudo aún adaptarse para el manejo de operaciones que parecen sencillas y no pueden resolver.
Consulté a organizaciones internacionales, médicos, psiquiatras, psicólogos y gerontólogos pero o hay muy poco o directamente no hay material que mida o evalúe la angustia o la depresión que produce esta sistemática violación a un derecho humano básico, esencial y genuino que impone el respeto a la salud y a los procesos de aprendizaje.
El viernes pasado los laboratorios donde la eminencia política propone sus ensayos, sometieron a riesgo extremo a su población más sensible en medio de la pandemia de coronavirus. Cuestiones de sensatez, organización y orden brillaron por su ausencia y pusieron en evidencia cuán poco conocen sobre las costumbres y necesidades de sus gobernados. Entienden que depositar dinero “a la marchanta” es el único modo de gobernar en medio de una crisis que, por su condición de inédita, necesita de respuestas dinámicas, razonables, escalonadas, creativas y fundamentalmente claras en tiempos en los que la información no fluye por una única vía. Algo así como que ahora que hacen faltan las cadenas nacionales, provinciales y locales, justamente no las tenemos porque el funcionariado no aprendió, por ejemplo, que hoy no le sirven los militantes rentados con sueldos en los organismos públicos que llegaron para aprender, aunque sea para atender un teléfono en una oficina o abrirla si es necesario para asesorar a sus vecinos. No estamos hablando de La Matanza o San Justo, sino de poblaciones pequeñas a las que basta con hablarles una sola vez y de manera coordinada por los medios que tiene a su alcance de manera gratuita.
Volviendo al punto de partida, nunca antes fue tan evidente el sistemático bullying o humillación que se le agregó a los analfabetos digitales. Los empleados bancarios que conocen al dedillo a los clientes sabían de antemano lo que iba a suceder. No necesitan el manual de “La Bancaria” para saber que el abuelo de su mejor amigo no confiará en ese cajero automático que le entrega un resumen de 200 descuentos por créditos que no sacó, mutuales a las que no se asoció, productos que no compró y comisiones que no sabía que le iban a descontar. No somos Suecia y, por ello, depende el banco en que un beneficiario cobre la dimensión de la vejación a la que será sometido el usuario que, además de pedir prestado mil veces, confió en que las reglas eran claras y no le iban a descontar nada.
“Es muy sencillo, hasta un chico de dos años sabe hacerlo”, le dicen por ejemplo a un bioquímico jubilado como autónomo que jamás compró a crédito ni una heladera. “También tiene el punto efectivo para que le transfieran”, le recuerdan a una mujer que trabajó primero como recolectora de arvejas y luego en una casa de familia hasta que se jubiló. “Sí se traba el cajero, no se haga problema y denuncie al 0800”, le refieren a una discapacitada que llegó temerosa porque esta era la primera vez que iba al lugar para sacar una clave que le permita que su sobrina le maneje el “home banking” y se fue sin clave y sin tarjeta porque “se trabó”.
“Es un tema cultural, de a poco lo irán aprendiendo”, le dicen a una profesora de matemáticas de 93 años que lleva el razonamiento en sus neuronas porque nunca pudo transferirlo o migrarlo a un disco rígido o al chip de su celular para almacenar esa información.
No es dar lástima, sino comprender que las cosas no suceden como en la imaginación de quien las decide y no conoce. Por algo, una persona como Sergio Berni se destaca entre los funcionarios y compañeros de gobierno. No solo conoce el territorio sino que sabe cómo vive la gente en cada rincón del territorio. Donde hace falta guiso, lleva guiso; donde le piden orden, pone orden; y donde le dicen que hable para la militancia usa lenguaje más intrincado para que no sospechen que es un recalcitrante peronista militar y cirujano acostumbrado a soportar tanto la indigencia de una letrina como el porcelanato del piso de un baño en Puerto Madero.
En estos días en los que la máxima comunicación de un abuelo es consigo mismo, seguir sin respetar sus derechos es más que una afrenta que no merece y que requiere algo más que un “no sabemos por qué se resisten a usar los medios que le facilitan la vida”.
La pandemia llegó también para poner en evidencia esta sistemática carrera que requiere de más palabras pronunciadas a viva voz que mensajes que llegan como texto y, sobre todo, de más paciencia y compañía. La grieta no es solo ideológica, también es etaria.
Por más lenguaje inclusivo, por más campañas contra la discriminación y organismos que recepcionen denuncias, por más personalidades que se ufanen de ser nacionales y populares desde el Instagram, este derecho que le es retaceado en proporciones insólitas a la población adulta no solo dejará secuelas en su salud física, sino lesiones irreversibles en su amor propio y heridas profundas en quienes los sumieron en esa cruel humillación de pararse ante un cajero a mendigar que lo atiendan.
No le sirve al hombre y la mujer adultos levantarse y prender la radio para que le diga que se comunique por mail para pagar la luz o el gas, que la adhiera a un débito automático o que la imprima o que con el código QR se presente en el Rapi Pago y que haga fila a metro y medio con o sin barbijo (según sea el día) y que al llegar a la caja le digan que el efectivo que sacó el viernes de la ventanilla del banco no se lo pueden recibir pero que si tiene tarjeta de débito se lo cobran cuando ya no dejó ni un peso en la cuenta. No le sirve irse así con las deudas que nunca tuvo a cuestas y sin saber por qué en “el noticiero solo sale un corresponsal de Londres” y no que si el decreto para que no le corten el teléfono está vigente porque llamaron de Telecom para exigirle la deuda y de Rapicuotas para reclamarle judicialmente la cuota que no pagó su nieta cuando sacó el crédito para el viaje de egresados con su recibo de haberes. No le sirve porque no se puede comunicar con su médica de cabecera para que le haga la receta electrónica que tiene que presentar en la farmacia porque ahora los remedios son gratis como dijo Alberto pero hasta que pueda sacar el turno en el consultorio y dejar en el buzón el pedido de los medicamentos para la diabetes. Entonces la señora o el señor va a salir a la calle para preguntarle a otro humano qué es lo que tiene que hacer porque no sabe usar ese tremendo celular que le compró su hijo con el Ahora 18 para el Día de la Madre y ahora se quedó sin línea porque lo despidieron y no pudo pagarlo. No sirve irse a dormir con la tele prendida para que no entren ladrones y dormirse con un pastor que sale después de la medianoche a ofrecer sanaciones que no le mitigarán ese dolor que siente por su soledad irremediable.
Espero tener tiempo a tiempo. Espero poder insistir lo suficiente desde los lugares que me depara la comunicación para alertar sobre esta grieta que se descubre por un virus que viajó en aviones y llegó para quedarse sin discriminar destinatarios.