APRENDER A RESISTIR, ESPERAR O TOLERAR
Es romántico creer que la resistencia social y política argentina se mide bajo una bandera gremial; que son trabajadores los que marchan, protestan y claman porque los que no lo hacen son enemigos del proletariado o cómplices de la timba económica.
Además de romántico –para muchos– es alentador.
No son tan simpáticos y mucho menos románticos aquellos que conforman esa mayoría silenciosa sojuzgada por la pobreza o la gran masa de trabajadores en precaria relación de dependencia o los siempre “parias” de las pequeñas y medianas empresas que inyectan la poca sangre que corre en un sistema circulatorio donde el órgano más perezoso no produce sino que metaboliza lo que otros bombean. Esa mina que nunca marca el pulso ni el paso hasta que llegan las elecciones y golpea fuerte, como lo ha hecho esperanzada y en cada década con la intención de castigar. La que se decepciona a poco de andar pero persiste en la resignada labor de comportarse de
manera adecuada, aun sintiéndose ignorada.
El dilema es que somos muchos los que aprendimos a castigar y poco a reflexionar o al menos a alzar la voz que la experiencia avala. Al menos, y en primera persona, necesito escribirlo en estas páginas que lograron sobrevivir en los últimos 26 años de la mano de sus lectores y sin enmudecer por conveniencia o prebendas a la que la profesión que he abrazado con convicciones y que también se ha ido transformando en un modo perverso de supervivencia apelando al facilismo o al engaño, en el peor de los casos. Sobran ejemplos.
Por eso y porque amanecí en el ejercicio periodístico con los trece paros generales al primer gobierno democrático que luchó contra el poder latente de la dictadura militar, los capitanes de la industria, la patria financiera, la timba del dólar, la presión del Fondo Monetario Internacional, la hiperinflación, el “grupo de los ocho” –hoy devenido en el club de la obra pública– y los laboratorios, entre otros males; por todo eso es que nunca más pude soportar que los mismos, sí, los mismos, la misma perversa elite empresarial y la fauna sindical que saquea obras sociales al calor de la genuflexión de todos los gobiernos, incluido el de Macri, se alzara con el único botín que abrazan en esa calamidad destituyente que vociferan y practican sin miramientos. Coinciden siempre: las cosas se terminan cuando ellos quieren, no cuando lo decidimos entre todos y con el voto popular. Quieren sangre, siempre. Siembran el odio, dividen y por ello son los garantes de la impunidad. Para ellos, para los que realmente deciden quién gobierna y cuánto tiempo le dan.
Como siempre, debo aclarar que hay excepciones, pero son las menos. Confieso que después de 30 años de persistir en esta labor me siento un poco más sola y advierto que el silencio siempre fue conveniente para la supervivencia en una patria donde en algún momento se dijo “el silencio es salud”.
En homenaje al último presidente honesto y tozudo, no concibo los paros generales –“paros generales”, no paros por cada sector, cada reclamo o por representaciones conjuntas–, no puedo dejar de verlos como una práctica golpista en todos y cada uno de los gobiernos que hemos tenido que padecer y soportar. Alfonsín siempre nos inspira a la hora de poner en marcha la tolerancia y la comprensión, a saber hasta dónde discutir y a empuñar las banderas de la rebelión cuando la Patria, de verdad, esté en peligro. A defenderla con la vida.