70 millones y ninguna flor para los sampedrinos que sentían orgullo por la imponente Plaza Constitución
Inaugurada de apuro para las elecciones y con dinero que ahorraron los contribuyentes a través de las facturas de luz, el reemplazo de las lajas por baldosas que se levantan y los caminos naturales del hermoso parque diseñado por Carlos Thays sucumbieron ante los cultores del mal gusto. No se salvó ni la fuente.
Nota de opinión y reflexión
A cada pueblo “su plaza”. No es un dicho popular ni una máxima, pero se parece al espacio verde que define identidades. En San Pedro “la plaza de la iglesia” siempre fue eso: la plaza del pueblo que competía con la otra, la plaza Belgrano.
A una le llegó la parada de taxis y la remodelación cuando la ciudad celebró su centenario, a la otra la sepultó la torpeza y el mal gusto.
Los que nacieron en una ciudad con laguna y costa liberada saben que el pastito que rodeaba cada laja era el reaseguro del escurrimiento del agua de lluvia.
Los que transitaban las diagonales de polvo de ladrillo, entendían que los canteros necesitaban desagote natural para la absorción de la dosis justa que necesitaban plantas y arbustos.
Los que elegían la sombra de las tipas imaginaban un túnel verde que décadas después y con cierto salvajismo se pobló de tachos de basura y elementos ajenos a la estética del paisaje que rodeaba a la parroquia.
Atrio de mármol, puertas de madera con herrajes de bronce, vitreaux dignos de preservación especial, un campanario al que hubo que rodear de rejas y un edificio al que le han robado hasta las placas, interpelan a los vecinos que cuando pasan por el lugar no se animan ni a quejarse por la malversación del dinero de todos puesto al servicio de un Gobierno que arremete sin miramientos contra la fisonomía natural y exquisita de la ciudad más linda del norte bonaerense.
En octubre se cumplió un año desde que durante la tarde de un sábado plantaron a las apuradas los agapantos moribundos porque el domingo había elecciones.
Aquella mañana, La Opinión & Sin Galera advirtieron que la obra que había ejecutado la misma cooperativa que nunca rindió cuentas por las 84 viviendas, el barrio Nuestro Sueño, las mejoras de La Tosquera, los adoquinados de Juan Ismael Giménez y la nueva terminal recibía de manos del gobierno de Ramón y Cecilio Salazar el final de obra para cobrar los más de 70 millones de pesos que los vecinos habian ahorrado a través del Fondo de Obras Públicas Comunitarias que administra, y con importantes costos, la Coopser.
Primero se llevaron todas las lajas y las dejaron estibadas en el obrador de Depietri. Después encontraron los restos del pórtico que precedía el templo y prometieron conservarlos con piso vidriado.
Hasta un asado comieron los muchachos bajo la palmera y detrás de las lonas de plástico que amarraron a los árboles y a un baño químico.

No alcanzó: los mosaicos quedaron mal pegados, discontinuados y hasta ausentes en el sector de la fuente, porque había que cortarlos redondeados y nadie sabía hacer una tarea tan difícil.
Los canteros quedaron anegados, sin césped ni cuidado. El equipo de riego que había donado la empresa Arcor cuando apadrinaba la plaza quedó inutilizado hasta que alguien le recordó a un funcionario que aún podía ponerse en marcha.

A la histórica fuente la comenzaron a arreglar en agosto de 2024. Nadie sabía que era patrimonio cultural, histórico y arquitectónico. Es decir que a mazazo limpio había que colocar “los fierros” para que esas paredes asentadas en barro no se desmoronen.
Es increíble repasar este estropicio y pensar que no hay posibilidades de devolverle la traza y los materiales a esas dos manzanas únicas e identitarias.
También sufren la plazoleta de la glorieta con la presencia de Fray Cayetano Rodríguez; la Belgrano al ritmo del estacionamiento, la carga, la descarga y las intervenciones absurdas; la del retoño del pino de San Lorenzo; la de la Madre en la esquina de la vieja terminal. Sólo hace falta caminar y pensar cómo preservar y cuidar lo que fue pensado hace más de un siglo y aún se transita.
“Setenta balcones y ninguna flor”, aquel poema de Baldomero Fernández Moreno que se recitaba en las aulas de la Escuela Normal —otro edificio brutalmente agredido y arruinado por todas las gestiones de gobierno— resuena paso a paso porque la métrica de balcones y millones da justo para ese ejercicio rítmico.
Setenta balcones hay en esta casa,
setenta balcones y ninguna flor.
¿A sus habitantes, Señor, qué les pasa?
¿Odian el perfume, odian el color?La piedra desnuda de tristeza agobia,
¡Dan una tristeza los negros balcones!
¿No hay en esta casa una niña novia?
¿No hay algún poeta bobo de ilusiones?¿Ninguno desea ver tras los cristales
una diminuta copia de jardín?
¿En la piedra blanca trepar los rosales,
en los hierros negros abrirse un jazmín?Si no aman las plantas no amarán el ave,
no sabrán de música, de rimas, de amor.
Nunca se oirá un beso, jamás se oirá un clave...¡Setenta balcones y ninguna flor!
En los laterales de la Plaza Constitución cuando se intenta acortar camino hacia la costa, llegar a la misa del domingo o buscar un banco en condiciones para disfrutar de la espera sin inquietarse, aquel poema se desvanece y se transforma en ruido molesto.

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