Orgullo, emoción y reconocimiento
Los 30 días del Mundial fueron tan emotivos como intensos. Las calles de la ciudad se tiñeron de celeste y blanco para vibrar en cada gol y triunfo de la selección Argentina, que consiguió el subcampeonato en tierras cariocas. Con lágrimas de angustia, ya que faltó muy poco para que el sueño sea completo, todo el país reconoció al equipo de Alejandro Sabella.
El avión que trasladó a los veintitrés gladiadores que viajaron a Brasil con el objetivo de poner los colores argentinos nuevamente en lo más alto tocó tierra a las 19.03 del lunes 9 de junio, en el aeropuerto de Confins en la ciudad de Belo Horizonte, corazón de Minas Gerais. Llevaban consigo el sueño de más de 40 millones de personas y lo instalaron en el predio de Cidade Do Galo, durante 33 días.
Del cielo de Brasil llovían críticas sobre el seleccionado nacional a seis días del debut, en el mítico Maracaná de Río de Janeiro, ante Bosnia. La mayoría y las más duras, partían desde Argentina.
Unos 40 mil argentinos coparon las calles de Río y las tiñeron de celeste y blanco durante todo un mes. Las playas se movían al ritmo de “Brasil, decime qué se siente tener en casa a tu papá…”, canción que pasó a la historia y que quedó grabada en cada oído brasileño, para siempre.
La melodía de Creedence no tardó en cruzar la frontera. En las oficinas, bares y escuelas de todo el país agitaban brazos, silbaban y preguntaban a los brasileños “qué se siente”.
El clima del mundial se había instalado una vez más; también la falta de confianza en un plantel cuyos integrantes habían dado sobradas muestras de categoría, pero aun así parecían no conformar.
El termómetro “de la calle” marcó el avance progresivo en el juego de la selección. A medida que los partidos pasaban, los festejos se volvían más y más multitudinarios, la ilusión crecía y el objetivo estaba cerca. Atrás quedaron las dudas que dejó Argentina en Río de Janeiro contra Bosnia, y la genialidad de Lionel Messi para clasificar a la selección a octavos de final con aquel golazo ante Irán.
Ya nadie pensaba en la victoria contra Nigeria. Más cerca, sí, se hablaba de cansancio físico por haber jugado un alargue contra Suiza, que no sólo cansó piernas sino que desgarró gargantas cuando Ángel Di María, puso a la selección otra vez entre los ocho mejores equipos de la copa del mundo.
Bélgica era el rival. Había dejado en el camino a Estados Unidos. A esta altura las calles de San Pedro estaban desiertas. Centenares de jóvenes se reunieron en la esquina de Obligado y Mitre para mirar el encuentro en pantalla gigante. Ahí nomás, en los cordones o sobre las veredas, cada uno ocupaba su lugar.
La barrera de los cuartos de final parecía el límite argentino desde Italia 1990. Aquella vez, con Diego Maradona en cancha Argentina, eliminó primero a Brasil y luego a Yugoslavia por penales; misma instancia por la que dejó fuera del torneo al local, Italia, para luego caer por un fallo arbitral contra el equipo de Franz Beckenbauer.
Las similitudes con aquel mundial crecían, aunque pocos se animaban a compararlo. Había que pasar a Bélgica y la selección lo hizo con autoridad. Apreció el goleador en el momento que tuvo que aparecer. Higuaín le sacó la “mufa” a la selección. Esa tarde las calles de San Pedro, de cada distrito de la provincia de Buenos Aires y de todo el país se convirtieron en una marea albiceleste.
Tras 20 días, muchos se animaron a soñar con que esta vez, en Brasil, sí se podía. Sobre la peatonal ya no cabía un alma. Después de 24 años volvíamos a jugar una semifinal. Las similitudes con el mundial del ‘90 seguían creciendo. Los rostros de felicidad se multiplicaban. Las caras pintadas y la bandera bien en alto. Ahora, venía Holanda. Del otro lado Brasil, el rival que todos queríamos en una potencial final soñada durante cuatro años enfrentaba a la fría Alemania. Sólo uno de los cuatro se quedaría con toda la gloria.
El 9 de julio sorprendió a todos. El país amaneció más celeste y blanco que nunca, incluso en el cielo. Fecha significativa para el país, enfrentábamos a Holanda en San Pablo pero con una extraña sensación. El día anterior, en Belo Horizonte, Alemania había aplastado deportivamente a Brasil.
La naranja, ya no tan mecánica, había derrotado a México y a la revelación del torneo, Costa Rica, por penales. Así llegaba a semifinales, después de un comienzo arrollador ante España, que ya prácticamente nadie recordaba.
El crecimiento de Argentina a lo largo del torneo y el planteo perfecto de Alejandro Sabella, desconcertaron a los holandeses. El partido fue tácticamente intachable, pero faltó el gol. Por primera vez Argentina enfrentaba la instancia de los penales y allí “Chiquito” fue gigante. Romero contuvo los penales de Vlaar y Sneijder y convirtió la angustia de un país entero en un mar de lágrimas de felicidad. “Estamos en la final, carajo”, gritó el relator Sebastián Vignolo cuando Maximiliano Rodríguez confirmó que Argentina, después de 24 años, volvía a definir una copa del mundo.
El domingo pasado el cielo amaneció con un sol radiante. No había niebla, ni nubes. Todo era celeste y blanco. El centro de San Pedro estaba colmado, los bares atestados, y algunas casas reunían a familias y amigos. La ansiedad y los nervios, el tenso clima, podían respirarse en el aire. La sensación era que sí, se podía.
Lo mismo sentíamos quienes hacemos La Opinión, que supimos parar todo cuando un partido cayó martes, día de cierre. Por primera vez la selección llegaba a una final desde que este semanario está en la calle. Era un momento especial para todos.
Fueron 113 minutos los que volvieron a mostrar las ganas y el corazón de los jugadores argentinos que, sin resto físico, seguían corriendo. Las oportunidades no faltaron. Primero lo tuvo Higuaín, más tarde Messi, y hasta Rodrigo Palacio. Pero el gol llegó en el momento menos esperado, y no fue para Argentina. A siete minutos del final Mario Götze apareció sólo en el área, en el único descuido de la defensa argentina y dejó a Romero sin reacción.
En ese momento se nos cayó el alma, los ojos se inundaron de lágrimas. El sueño, una vez más, se nos escapaba de las manos. Rizzoli, apellido que nunca vamos a olvidar, pitó el final. No podía ser cierto. Otra vez nos quedamos en la puerta y, otra vez, contra Alemania.
Pero lo entendimos rápido. Los jugadores habían dejado todo y merecían algo a cambio. Las calles fueron celestes y blancas otra vez. Pese a la tristeza y el llanto, la gente volvió a mostrar que, como los de 1990, estos jugadores fueron héroes igual.