Ley de Humedales: “En la piel de otro”, un cuento de María Inés Stoppani
En apoyo a la sanción de la Ley de Humedales, María Inés Stoppani propone reflexionar, a través de un cuento, sobre la vida que albergan y su importancia. Se titula "En la piel de otro".
Había nacido hermoso. Desde joven desarrollé mi bello color verde brillante.
A veces las aguas sobre las que flotaba con mis pecíolos, me traían a la costa y me anclaban en los barros y en la arena. Cuando las aguas crecían, volvía a flotar.
En mi casa tenía por vecinos a un matorral de juncos y a los repollitos de agua. Además era vecino de algunas víboras que me rondaban, de muchas aves, peces y de un grupo de carpinchos.
Al ocaso tenía un cielo con estrellas inmensas y en las noches de luna llena, se podía ver el brillo sobre las aguas y un mundo de insectos sapos, roedores y murciélagos, que creaban una canción para dormitar. Así feliz, vivía junto a otros camalotes.
A la mañana, un sol rojo, naranja y amarillo, volvía el paisaje como si fuese un cuadro recién pintado. Las primeras en despertarse eran las aves, luego explotaba la vida en el humedal.
Cuando llovía, las aguas crecían de nivel y entonces, un poco flotando con la corriente, me trasladaba de lugar.
Este era mi mundo.
Mi principal tarea era filtrar impurezas y metales pesados contenidos en el agua. Probablemente, eran procedentes de las fábricas o la de la explotación agropecuaria. Por eso que las aguas que me rodeaban, estaban tan limpias y cristalinas, casi puras para beber.
Así fue creciendo y volviéndome fuerte. Hasta que un día en mi cuerpo nació una inflorescencia alta, protegida por una espata, tan celeste, casi lila, como la flor de la lavanda o del jacarandá.
Aquella fue la época más bonita de mi vida. Era la primavera o tal vez el verano y estaba unido a otros camalotes. Juntos formábamos una alfombra, que navegaba por las aguas del humedal.
Pero un atardecer pasó algo terrible.
Yo no podría explicar lo que sucedió. Ni tampoco me lo pudieron explicar los juncos, los repollitos de agua, los carpinchos, las aves, los peces y las víboras. Menos aún, lo supieron los insectos y los sapos. Tampoco las estrellas de la noche. Ni la luna llena.
¿Qué había ocurrido en mi mundo? ¡Qué había ocurrido? Empezaron a aparecer focos de fuego. Animales que nunca había visto huían despavoridos ante mí. Al revés de la libertad que tenían en la naturaleza, quedaron atrapados en una jaula. Esta tenía contornos de lenguas de fuego, en lugar de alambre tejido.
Toda mi flora amiga se empezó a quemar. También yo comencé a arder y perdí mi flor. Ya no hubo color ni del jacarandá, ni de la lavanda.
En los lugares en donde había colchones de vegetación, se escuchaban pequeñas explosiones. Vinieron los heroicos bomberos y dijeron “que se avivaba el fuego, porque había como ampollas de gas metano, bajo las superficies cubiertas de vegetación”.
Empecé a sentir muchísimo calor. El agua se empezó a calentar y me quemaba, pero por suerte había algo de correntada y fui a parar a una costa que estaba doscientos metros. Ahí el fuego no había llegado aún. Al llegar había perdido mi flor y parte de mi mundo.
Por la mañana vino un nuevo amanecer. El olor a humo era insoportable. Más tarde, aunque el sol estaba alto, se veía rojo y el cielo azul, era gris. Quise cerrar las hojas para no ver.
Triste como estaba, pasó la mañana. El paisaje estaba algo chamuscado. A la hora de la siesta empecé a ver nuevos focos de fuego; ahora ya no había corriente de agua. Así que sentí el calor muy intenso.
Se repitió lo que había ocurrido el día anterior, y de un momento a otro, cambió mucho el paisaje. El verde brillante lleno de flores y los insectos y otros animales, que yo conocía, se transformaron en una superficie negra y marrón y las aguas llenas de cenizas.
Todavía me pregunto: ¿por qué pasó esto?
De repente mi entorno cambió abruptamente por segunda vez, y me encontré de nuevo, en un humedal cristalino, lleno de vida, color, brillo, música y olores de vida. Me miré en las aguas y tenía mi hermosa flor azulada. Estaba formando parte de una alfombra de camalotes. Entonces le pregunté al que estaba junto a mí—: ¿Qué me pasó? ¿En dónde estoy amigo?
—Naciste en el lugar equivocado. En un humedal que no estaba protegido. Eso no me ocurrió a mí. Yo tuve una vida feliz y completa, porque viví en un humedal protegido por la ley de humedales. Ahora estás en el paraíso y aquí siempre cuidan a los ecosistemas.
Mientras yo estaba en el paraíso, en un salón de clases una profesora esperaba unas investigaciones de los alumnos sobre el medio ambiente. Como todo estaba tranquilo en mi nuevo lugar, me quedé escuchándolos:
—Profesora, ¿en qué está pensando?
—¡Ay, disculpen chicos, estaba en otro mundo!
—Sí, profesora, porque cerró la carpeta y se quedó mirando sin ver, hacia la ventana.
—Fue así en verdad; es que estaba muy preocupada porque hagamos cumplir una ley de humedales.
—Pero, profesora, eso va a salir, se lo decimos nosotros, vamos a ver si no se cumple, acá estamos nosotros para apoyarla.
—Gracias, chicos. Ustedes sí van a resguardar nuestros tesoros de la naturaleza.
—Profesora, cuéntenos ¿qué estaba soñando?— pidió un alumno.
—Mientras ustedes hacían el trabajo para contribuir al cuidado de su medio ambiente, yo me quedé pensando, y por un momento me convertí en un camalote, de esos que quedan bajo los incendios.
—Pero qué imaginación tiene, María— dijo el alumno.
—Más que imaginar, chicos, es ponerse en la piel de otro.
—Tiene razón, profesora —, dijo la chica—. Hay que ponerse en la piel de otro. Es la mejor forma de aprender a cuidar a los demás.
—Lo mismo pienso—expresó la profesora y agregó— ¿me entregan la tarea por favor?
¡Qué bueno que las nuevas generaciones vean de otra manera a la naturaleza! Si yo no fuera camalote, me encantaría estar en esa clase, haciendo esa tarea con los alumnos. Yo sí que tengo experiencia para ayudar en estos temas. Aunque mi vida haya sido fugaz.
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