La sociedad del odio
Quince días de conflicto en las rutas, los campos, Plaza de Mayo, Quinta de Olivos. Quince días de gendarmería, Prefectura, camionetas 4×4 mezcladas con viejas “chatas”, fogatas sobre el asfalto, camiones que derrochan alimentos frescos.
Quince días de odio, en el que no parece haber lugar para otro sentimiento.
El conflicto no es ahora lo que importa, sino la gran división que se formó en esta sociedad argentina que parece repetir su historia en términos de odio.
El odio que desata una presidenta que no acepta la disidencia, el odio de los que se sienten odiados por ella y las medidas económicas que les quitan lo que creen propio y justamente ganado, el odio de los que odian a los ricos, el odio de los que temen a los pobres y marginados.
El odio de los peronistas contra los antiperonistas, de los gorilas, los oligarcas, los radicales y los radicalizados, los piqueteros, los zurdos, los millonarios, los kirchneristas, los siempre ex menemistas.
Pasan los años, cambia la historia, pero el odio se mantiene. Incolumne, soberbio, demoledor. Ante cualquier conflicto, todos los odios reaparecen y se retroalimentan. ¿Así creemos que podemos cambiar la historia?
Durante el cacerolazo del pasado martes, sin poder despegar ojos y oídos de la televisión, se me apretujó el corazón viendo el despliegue del odio sobre la plaza de Mayo. La clase media, odiando a un gobierno que no respeta al campo “que nos da a todos de comer”. Los piqueteros, con Luis D’elía a la cabeza, sembrando su odio sobre una clase media que irónicamente se siente más excluida que nunca. Prepoteando, con o sin razón, qué importa.
Pero quizás lo que más miedo me dio, no fue ese enfrentamiento entre civiles. Sino lo que escuché de dos representantes de diferentes ideas políticas de nuestro país. Lilita Carrió y el ministro Aníbal Fernández. La primera dijo, cuando era entrevistada por un periodista televisivo, algo así como que “la sociedad” se encontraba unida en un reclamo y que era enfrentada por los piqueteros del gobierno. Perdón señora, pero los piqueteros (aún a pesar de esta denominación tan fuerte que tiene este grupo) ¿son parte de toda la sociedad argentina? Casi en el mismo tono, el ministro volvió a marcar una diferencia abismal entre quienes son sociedad y quienes no en este país. Peligrosísimo.
Lo que ocurre es que estamos tan acostumbrados a no escucharnos, que los detalles más peligrosos de nuestros discursos, pasan desapercibidos.
TODOS somos parte, los que pensamos de una manera, los que piensan de otra. Aceptar la disidencia es el único desafío que nos espera.
El enfrentamiento en la Argentina sigue siendo ideológico, no material ni económico. No es lucha de clases, sino una lucha de odios la que enfrenta a ruralistas contra peronistas, o al menos adeptos a este gobierno.
El mismo odio histórico que en los 70 posibilitó un genocidio. El mismo odio que justificó de un lado a organizaciones de izquierda a matar, y del otro a los militares a “eliminarlos” con métodos nazis. El mismo odio que duerme esperando volver a salir a la luz.
¿Cómo se nos puede ocurrir volver a poner en tela de juicio si un gobierno elegido por el casi 50 porciento del voto popular es “golpista”? De la misma manera, ¿Cómo puede un gobierno tildar de golpistas a quienes piensan diferente?
¿No es demasiada soberbia de ambos lados? ¿O pensar diferente es ser golpista simplemente? ¿No es ése el verdadero pensamiento peligroso?
Yo lo único que sé es que no quiero que “desaparezca” nadie de mi sociedad. Aún en medio de los peores conflictos, yo no odio. Lo único que me gustaría que se destruya para siempre es ese viejo rencor que nos divide en esta Argentina, históricamente.
Mientras escribo miro a mi hija, que tiene dos años y medio y no entiende qué pasa en la televisión. Miro mi panza redonda conteniendo a mi segundo hijo varón y entonces, sé que en este momento, no podría pensar en términos de odio sino de amor.
Soy hija de pequeños productores rurales que un día, prefirieron venirse a la ciudad a trabajar de cualquier cosa con tal de subsistir, porque el campo no daba para más. Tengo en la sangre el legado de mi abuelo, un mallorquín que se crió pisando esta tierra maravillosa, sembrándola y mirando el cielo esperando la lluvia. Un hijo de inmigrantes que me enseñó que se construye y no se odia. Que se pagan los impuestos, y se honran las deudas moneda a moneda. Algo que ya no pasa hoy en día, ¿verdad? Mi abuelo nunca fue peronista. Pero tampoco fue antiperonista. Respetó la legalidad, la voluntad popular y lo más importante: fue honrado. Gracias a ese legado, gracias al trabajo en esa tierra que entonces era pródiga, yo pude estudiar y convertirme en universitaria. Claro, me podrán decir, ahora soy de otra clase social en este país. La de la pequeña burguesía intelectual, la de la clase media acomodada que mencionan los buenos vecinos. Y sin embargo, yo sólo siento que soy una argentina con demasiada historia detrás para que mi identidad sea estable. Con demasiados odios que me anteceden como para ponerme de un lado o de otro de esta lucha sin retorno.
Es cierto, repito, que el enfrentamiento en este momento es ideológico. Pero eso no quiere decir que quienes se manifiestan no lo hacen porque simplemente defienden su bolsillo. Pero claro, es difícil sincerarse. Ser autocrítico.
Yo también trabajo y sin embargo, no puedo comprarme una 4×4. Pero eso no me hace odiar a quien gana dinero. Cierto es también que trabajando 8 horas diarias puedo sobrevivir en este país y criar a mi familia. Pero tantos otros argentinos con más carga horaria de labor diario, ni siquiera llegan a comprar el alimento mínimo para sus hijos. Y esa injusticia, también genera odios.
Quiero que este país se revolucione. Pero no por la acción de los piquetes, ni por la intervención de la Prefectura y de la Gendarmería.
Quiero, inocentemente, que un milagro ocurra para que los odios desaparezcan. Y mágicamente, primen la solidaridad, el amor al prójimo, la sensatez, la confianza, la esperanza. Que nos demos la mano por fin. Que no nos duela el bolsillo y nos duela el corazón cuando vemos a tantos chicos sin nada que viven a pocas cuadras de nuestra casa tan desamparados. Que nos impulse la grandeza y no la pobreza, que nos agarre de repente una vocación verdaderamente humana. No voy a firmar esta carta. Y es porque quisiera que lo que siento, sea compartido por muchos aún sin saber quién escribe. Estamos demasiado acostumbrados a decidir si estamos de acuerdo según quién habla, y no según lo que se dice.
Gracias a Dios, no es por miedo que me niego a poner mi nombre. Eso pasaba en otro momento en este mismo país, y aún hay quienes sienten miedo de decir quiénes son. De que los nombres nos condenen, o de que los servicios de inteligencia nos espíen. Todavía, siento que la libertad existe a pesar de todo. A pesar de una democracia dividida y llena de odio.
Mientras tanto, seguiré trabajando, viviendo y pensando. En este mismo país, que sigo amando sin poder evitarlo. Por eso será que quiero que a TODOS nos vaya bien, y que cuando así sea compartamos la alegría de sentirnos parte de una misma sociedad.
Que así sea.