EL CABALLERO ANDANTE
Puesto que don Miguel de Cervantes y Saavedra describió a Don Quijote de manera trascendente por más de cuatro siglos, no habiendo sido yo tipo de frecuentar cafés y bares, mi visión de los personajes de San Pedro es un tanto callejera. Siempre resultaba grato encontrar algún conocido, con el que detenerse a charlar un rato, pero en este caso el diálogo no iba más allá de lo circunstancial, puesto que el interlocutor, educadamente, solía estar más atento a nuestro entorno que a lo más o menos intrascendente del diálogo. Este era todo un señor de porte distinguido, el que por su estatura era visible aún de lejos. Al encontrarnos, una infaltable sonrisa predisponía a la cordialidad y no hacía falta preguntar por su salud, pues a la delgadez que afinaba su figura, no se advertía achaque alguno, normal en personas de su edad. No era conmigo el único con quien se había encontrado en su extensa caminata por la Mitre. Ese eje central de nuestro pueblo bien pudo haber sido para él como el Palacio de Versalles, dada su ascendencia francesa, pero aún sin detenerse, era frecuente verlo saludar quitándose el sombrero, como el de la canción de Chabuca Granda. Elegante en el andar y en el vestir. La charla podía versar de lo que fuese, siempre la matizaba alternativamente tanto con “che” como con “usted”. Ese che no implicaba desconsideración alguna, el ser mucho mayor que uno le confería el más absoluto derecho del tuteo, en tanto que el usted ponía el acento de una exquisita educación. Su hijo Rodolfo y sus nietos solían ser el tema de la charla, y la única debilidad inconfesada. Pero tenía otra, más que debilidad, un don de gente. Aún en el meollo de la charla, si acertaba pasar a nuestro lado una mujer, el caballero inveterado, se quitaba el sombrero, reverente y saludaba, más atentamente si de buen ver era la dama. Más de una vez me dieron ganas de aplaudirle en plena calle, pues era espectacular tener trato con él. No creo que jamás dejase a nadie indiferente, y hoy más que nunca lamento que no fuimos más que conocidos. Quizá llegar a ser amigo de una persona así debió der envidiable, pero posiblemente no debió ser fácil. El caballero andante, un lujo de San Pedro, se llamaba Felipe Constantín. Vaya a él este homenaje de quien tuvo el privilegio de charlar con él no muchas veces, por eso quizá faltó decir lo que aquí queda. Miguel A. Bordoy