Día de San Valentín: “Zapatos dorados”, un cuento de María Inés Stoppani
Por María Inés Stoppani
Sales a la calle. Te encandilan las luces de la gran ciudad. El olor a mar, salobre y con aroma a yodo, que impregna toda la acera -arbolada de álamos plateados-, te envuelve. Sin embargo, tú les haces competencia, porque como es tu primera cita con él y en Mar del Plata, te has puesto tres veces la cantidad sugerida, de un perfume francés. En realidad, mareas con el perfume, pero no lo sabes, porque piensas, que si unas gotas es algo bueno, un chorro es mejor. Un buen aroma es como un seguro, por si falla algo en tu imagen.
Caminas hasta el auto y te dices: «Nunca se sabe. El amor que estás buscando, puede aparecer en cualquier momento, y este que vas a vivir, podría ser el esperado».
Además del perfume, el otro seguro que tienes, son los zapatos dorados -con altísimos tacos- que calzas. Estuviste practicando en la habitación del departamento, yendo y viniendo, para lucirlos naturalmente. Y después de tanta práctica, caminas con bella destreza.
Te diriges a tu auto estacionado. Limpio y brillante luce el auto amarillo, con el que vas a recoger a Juan Francisco Valdez Ponce.
Respiras profundo. Es verdad que de noche todo es más hermoso. La oscuridad tiene esa magia que todo lo vuelve irreal. Y la noche te da tiempo, para tomar con calma, las mejores decisiones. Tú vas a decidir, de acuerdo a cómo te sientas, si continuar con esta historia, o acabarla. O dicho más claramente como a ti te gusta, tendrás la oportunidad de enlazarlo o de apartarlo para siempre. Todo depende de cómo te sientas en esta primera cita.
Arrancas el auto y te diriges por la calle Santa Fe que intercepta a la Avenida Costanera. Cuando llegas allí, las casas de venta de alfajores, te atraen, con sus carteles luminosos, en multicolor.
Frenas abruptamente el auto y desciendes para quitarte los zapatos dorados, con los que te es difícil seguir. Te encanta manejar descalza, porque así aprendiste a conducir el vehículo. Arrancas. Continúas raudamente ascendiendo por la calle paralela a la Avenida Costanera.
Te detienes frente a un hotel. Allí está Juan Francisco con un pantalón oscuro y un saco sport blanco, esperándote. Desciendes y te calzas presurosa los zapatos. No dejas de pensar, en lucir bien. Ahí viene el joven y te saluda con un beso—: Buenas noches reina. Bastante puntual para ser mujer —, te dice.
Le sonríes. Ingresan al auto. Tomas la calle que va a arribar al Torreón del Monje mientras él comenta—: Qué olor tan fuerte hay en el auto.
— ¡Ah sí, es mi perfume de marca francesa! —, le respondes.
—Es que soy alérgico al perfume —, te dice el muchacho.
«Empezamos mal» piensas, aunque le dices —: Ya bajo los vidrios —. Y oprimes el botón, que comanda la apertura de todas las ventanillas.
— Así sí que respiro bien—, dice él.
Cuando ingresa la bocanada de viento del mar, tú te estás muriendo de frío con ese vestido rosa de seda, pero igual le sigues sonriendo. Asientes como una actriz, que gana un premio Óscar, a la mejor protagonista de film extranjero.
Arriban al Torreón del Monje. Ingresan por la puerta de roble con herrajes negros, que permanece entreabierta. Luces azules y rosadas ambientan el salón, y se escucha una fuerte música electrónica. Piensas que solo se distinguen bien las baldosas brillantes, pequeñas, de color rojo y bordó.
Tú ves poco en el lugar. Sigues a Juan Francisco. Se ubican en una mesa fija que está preparada para dos personas. Él te dice—: Está algo oscuro, aunque lo bueno es que hacia afuera se ve el mar y la espuma que adorna a las rocas.
—Me gusta mucho esta confitería—, expresas mientras extiendes hacia afuera de la mesa tus piernas. Con las luces de colores, se distinguen tus zapatos dorados. Estás alerta a todos los detalles.
Comienzas a charlar con él, en forma distendida. Buscas coincidencias entre tus creencias, hábitos y deseos, con los de él, como quien examina a un posible protagonista de su vida. Y mientras tanto seduces y te dejas seducir.
Viene el mozo. Cuando se acerca, tus ojos no pueden creer lo que ven: «¿Es Facundo?». Tiene los ojos y la mirada de tu primer novio.
Juan Francisco le pide dos tostados de jamón crudo, con pepinillos encurtidos y agua mineral para ti y cerveza roja para él.
Pero tú estás fuera de la escena. Te sientes algo confusa. La última vez que viste a Facundo fue hace dieciocho años. Ya lo tenías olvidado. Y otra vez está ahí. Te parece que él te está mirando fijo y que no te quita la mirada. Del adolescente rubio que fuera tu amor, no queda nada. Tienes enfrente a un hombre de barba, con casi veinte años más, que solo conserva su mirada. Te parece un extraño.
Retomas la charla con Juan Francisco. Él está ahora hablando de su familia y cuando entran en el capítulo de los sueños, te dice que en un futuro muy próximo, le gustaría casarse. Y que tú le estás gustando mucho, más que nada por la frescura que le transmites. Mientras tratas de procesar lo que tu pareja te está diciendo, observas a Facundo.
Decides ir a la toilette a refrescarte las muñecas. Necesitas tiempo para ti, te sientes alterada. Pides permiso y acudes al lavabo. Caminas y piensas: «No puede ser Facundo. Aquel amor se derritió como el último helado que tomamos juntos, en el bar Austria y quedó en la nada».
Te refrescas y cuando sales, Facundo está en la puerta del baño, esperándote. Vestido con pantalón y camisa negros, lo único que puedes ver son sus hermosos ojos azules, brillantes como cuando entraba al aula del colegio secundario, y lo iluminaban todo.
—Te estoy esperando desde hace años—, te dice y te toma del brazo—. Te quiero pedir que te cases conmigo. Siempre lo he soñado—. Te quedas quieta como una estatua, blanca e inmóvil. Toda la adolescencia te llueve encima, con un amor lejano —. Esta noche no te dejo ir—, te susurra—. Cuando te vi con esos hermosos zapatos dorados, me atreví.
—Imposible—, le contestas—. La vida está rodando. Nuestra historia terminó—. Te quita la mano del brazo y te quedas sola.
En un instante desaparece. Caminas con dificultad hasta la mesa, tropezando por los altísimos tacos. Miras hacia los lados y nadie se da cuenta. Por fin te sientas.
Viene el mozo y te pregunta—: ¿Señorita todo está bien?
—Sí, claro—, le contestas. — ¿Sabe que recién cuando estaba sola, parada durante un largo rato, en la puerta de la toilette, le dije a su novio que tiene usted un hermoso par de zapatos. Me gustaría regalarle un par así, a mi mujer—. Mientras él te habla piensas: «No es Facundo? ¡Como puede ser! ¿Si te ha hablado junto a la puertay en el mismo instante, él estaba en la mesa con tu pareja? ¿Por qué tiene esa mirada conocida? ¿Quién te propuso matrimonio, si te veías sola? ¡Aquí hay un fantasma!».
Empiezas a transpirar mientras le dices al mozo -convencida de que la escena con Facundo existió-, que te gustaría regalarle tus zapatos a su mujer.
—Ah, muchas gracias señorita, pero mi mujer tiene los pies más pequeños—, dice el mozo.
Juan Francisco te sonríe y te dice—: Qué corazón tan grande tienes. Siempre busqué una mujer generosa.
Te vuelve a alabar. «Esta ruta se transita fácil», piensas.
Sales con Juan Francisco del lugar. Se acercan al mar y caminan descalzos por la arena. Una escena vulgar. Sin embargo sientes que la luna brilla para ti, en un sector de las aguas, que parece fantástico. Allí ves zambullirse al joven mozo – con su ropa negra- que se pierde bajo las aguas. Tu pareja te besa ligeramente y te crea más confusión.
En la turbulenta belleza de esa noche, regresan y dejas a Juan Francisco en el hotel. Te dice—: Deseo verte mañana después de las diecinueve horas. Te pido que no tomes a mal lo que va a decirte, pero que por favor no te pongas perfume, así no tomas frío en el auto—. Te ríes a carcajadas.
Vas a regresar a tu departamento, pero te comunicas por teléfono con tu hermana. Le cuentas lo que te ha sucedido, que has estado con el fantasma de tu primer novio en el Torreón. Le dices que vas a buscarla, que la noche recién comienza. Ella te aclara que está en una confitería en Punta Mogotes, junto a la mar, acompañada de su novio y de un amigo.
En menos de media hora estás en el lugar previsto. Te acercas a la mesa y te sientas. Te presentan a un joven moreno, delgado, y de voz pausada: Samuel Bergman, al que llaman Sam.
El lugar te parece muy lindo. Estás muy confundida. Fantasía y realidad se tejen, después de todo, esto es tu vida. La música es suave y se siente el ruido del mar. Te pides un jugo de frutillas con limón, para distenderte. Sam habla muchísimo. Y tú sabes escuchar. «Es lo que les gusta a los hombres, que los escuchen», piensas. Además él te alaba tus zapatos dorados.
Ya muy entrada la madrugada del domingo, Sam te dice que se va a radicar en México, y que parte hoy mismo a las diecisiete horas desde el Aeroparque de Mar del Plata hasta el de Buenos Aires y de allí al Aeropuerto Internacional de Eseiza. Y luego expresa—: Si quieres venirte conmigo, empezamos una nueva vida, juntos.
— ¡Pero si hace cuatro horas que nos conocemos!—, exclamas.
—Yo soy físico. El tiempo no existe. Un segundo puede ser eterno o un segundo puede no existir. Todo depende de la velocidad a la que viaje tu vida. ¿Quién lo puede retener en un puño para medirlo?
— Jamás me iría de viaje con un hombre, sin estar casada—, añades.
—Pues nos casamos la semana que viene, en cuanto arribes a México. ¿Te casarías conmigo?—, te dice.
—Tendría que pensarlo—, le respondes, aunque ya estás casi segura, de que no vas a aceptar.
—Pues si aceptas, no te olvides de llevar, esos hermosos zapatos dorados y el perfume que usas, que me encanta—, bromea Sam.
«¡Qué noche increíble!», piensas. «La vida siempre está en pausa, y en un corto tiempo se suceden amores y se abren caminos»:
«Te puedes quedar en Mar del Plata y continuar tu relación con Juan Francisco».
« O puedes volver sola al Torreón del Monje, mañana al anochecer, sentarte en la misma mesa, e ir a responder la propuesta de matrimonio de tu fantasma, que tal vez no soñaste».
«También puedes tomar el teléfono antes de las diecisiete horas, e ir al Aeroparque de Mar del Plata y pactar casarte en México ».
Las primeras luces del amanecer, apagan las de la noche. Mientras tú, tocas la tecla de la habitación, y apagas su luz, para acostarte.
Acomodas los zapatos dorados sobre una silla de pana bordó. La luz que se filtra por la ventana los enmarca, como una lente de cámara fotográfica. Algunas de las personas que viste esta noche, te enseñaron algo: ¿Adivina qué?:
Recuerdas lo que te dijo Sam: «El tiempo puede no existir». Entonces decides borrar de tu mente todo lo real, pero que hoy está en el aire. Y de Facundo aprendiste que no se sale de una vida sin motivos, porque después ya es tarde para entrar, aunque sea del lado fantástico.
Te centras en tu cita con Juan Francisco. Te levantas, tomas el frasco de perfume francés y lo tiras al cesto. Mañana después de las diecinueve, lo vas a volver a llamar. Te gusta caminar sobre terreno firme.
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