110 años de San Pedro Ciudad: Relatos y retratos del pueblo que narró Abelardo Castillo
Este martes, San Pedro cumple 110 años desde que fue declarada ciudad dentro del ámbito de la provincia de Buenos Aires. Para celebrarlo, La Opinión recorrió la obra del escritor sampedrino más importante de la historia, en cuyos relatos aparecen lugares y personajes de este pueblo.
Nadie narró San Pedro como Abelardo Castillo. El escritor más grande que haya crecido en esta ciudad –ay, él hubiera querido que pusiéramos "nacido", como le gustaba que afirmaran las solapas de sus libros, acaso porque alguna vez, como escribió en "Volvedor", "ser sampedrino quería decir ser guapo"– que cumple 110 años como tal, más allá de los otros siglos de historia habitada que carga este suelo.
Abelardo sostuvo que "de los diez a los veinte es, sin duda, ‘la’ época, pero la de cualquier ser humano". Por eso él sostenía su condición de sampedrino: son los años en los que vivió aquí. Son los años de las lecturas decisivas, de los primeros amores, de la iniciación literaria, del descubrimiento de que la muerte –claro, había que nombrarla– es y nos constituye.
"El conocimiento original de todas las cosas", decía, llega en esos años. "Esa década donde, por lo menos a mí, me ocurrió todo, incluso la literatura", aseguró cuando la revista Cítrica lo entrevistó al cumplir 80 años.
Todo lo que le sucedió durante esos dos lustros a uno de los escritores más grandes de la historia de la literatura de habla hispana tuvo lugar en San Pedro.
Los mundos reales tituló, por consejo de su compañera de toda la vida y de toda la literatura, Sylvia Iparraguirre, al volumen de cuentos completos que publicó en 1997 y corrigió para reeditar en 2003. Ese es el libro que tomamos en la redacción de La Opinión para confirmar una hipótesis que sosteníamos como lectores suyos: los cuentos de Abelardo narran a este pueblo.
Puede cualquiera en el mundo –su obra fue traducida a 14 idiomas– leer esos prodigios de la forma, esos relatos que constituyen un universo único y que, de manera unánime para los escritores y, mejor aún, sobre todo para los lectores, son inolvidables. Pero en ningún sitio será lo mismo que en San Pedro.
Abelardo no querría que lo llamáramos como el genio que fue. Su obra, atravesada por un espíritu romántico del que se sentía continuador por obligación poética, es parte de aquella que, de Tolstoi y Goethe a Borges y Mann, nos habla del Todo, con vocación filosófica y con la apuesta del que cree que la literatura está para salvar. Como escribió sobre él Sebastián Basualdo: "Tal vez el único, junto con Sartre –su amado, Jean Paul Sartre–, que abordó todos los géneros literarios hasta terminar inventando uno: el de salvar hombres".
Además de salvar, su literatura cristaliza para nosotros, los que habitamos esta ciudad, aquello que nos identifica. Abelardo nos habla del San Pedro de la calle ancha, la 3 de Febrero; de "la calle de los paraísos", como le llamaban antes a la Pellegrini, sobre todo a la que va desde la avenida hacia "el fondo". Porque la ciudad –él lo sabía y lo escribió– empieza en el río, ese al que mira fray Cayetano José Rodríguez en esa plazoleta por la que pasan tantos personajes abelardianos.
Castillo nos narró. Ese al que los más grandes escritores de la literatura argentina actual consideran su Maestro dejó en la mayoría de los cuentos que habitan Los mundos reales retratos y personajes que forman parte de la historia de este pueblo.
Allí están el almacén del paraje La Colorada; los dos cines; la Vuelta de Obligado –que si no se la ve, se la presiente, como apunta en "Requiem para Marcial Palma"–; la a veces tan lejana Santa Lucía; el sonido del reloj del "Cabildo", que no es otro que el silenciado de la torre del Palacio Municipal.
Están las barandas de hierro que separan la vereda de la barranca en la medialuna; está esa barranca y está ese río que se ve desde arriba, que se oye pasar desde abajo; esa laguna que alguna vez fue y donde ahora es todo isla: "Cualquier día de estos vamos a cruzar a la otra costa caminando", advirtió en "La espera".
Están la ahora renovada estación de trenes a la que siempre algún personaje llega o se despide con la misma nostalgia vehemente; está el Colegio Nacional que es la escuela Normal donde Abelardo se aburría y hasta algún profesor le dijo que no serviría para nada.
Están los guapos, las mujeres y los miedosos de Las Canaletas; los anarquistas que se escondían en los campos y que promovían la revolución; están las bajadas que llevaban a la costa y el zanjón de mora, que ya no.
Allí el club viejo del Náutico, "con su vaga apariencia de barco varado", los "chalets de estilo californiano" del Boulevard que no se extendía mucho más allá del Hotel de Turismo, que también aparece, como aparecen los bancos de la plaza de la iglesia, el Centro de Comercio, la biblioteca Rafael Obligado o las lápidas irlandesas del cementerio.
Los ventanales que dan al río del club Pescadores; "el paso a nivel de juguete por donde cruzaba el ferrocarril chiquito de Dipietri", así, con "i", como todavía se pronuncia, aunque la grafía correcta sea con "e".
Por eso este recorrido. "Homenaje", si se quiere. Abelardo Castillo narró este pueblo. Hay en sus cuentos relatos y retratos de esta ciudad que cumple 110 años este 2017 en que él dejó, como advirtió su amiga Liliana Heker, la cultura del país "más pobre, más desamparada".
Aunque a veces se nos pasara de largo su presencia sampedrina en el mundo y, con él, la presencia de estos paisajes en los que se desarrollan muchos de los amores, las muertes, los dolores, las traiciones, el sexo, la política, la literatura, la vida en toda su dimensión.
En cada página hay una referencia. "Con el correr del tiempo todo llega a saberse en un pueblo como el nuestro. Siempre he pensado que los pueblos son de vidrio, las paredes de las casas, quiero decir. Todo se ve a través de ellas. Todo el mundo sabe todo de todos, y lo que no se sabe se imagina o se inventa", escribió en "La que espera".
En la última entrevista que dio al diario La Nación, supo afirmar: "Si alguien realmente quiere conocer a un escritor, tiene que recurrir a su ficción". Si toda literatura es autobiográfica, como él coincidía en afirmar con Thomas Wolfe –acaso como August Strindberg sostenía: "Sólo se conoce una vida, la propia"–, ¿qué otro marco para sus preocupaciones filosóficas que no San Pedro podría hallarse en sus páginas?
Esta ciudad que cumple 110 años está presente en un ícono de la literatura argentina que es bien nuestro.
En sus Diarios, hacia 1958, escribió: "Indudablemente, la poesía no puede morir". Ni los personajes y lugares que deja retratados a su paso. Ni Abelardo. Morir es otra cosa.